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domingo, 28 de agosto de 2011

LA MUJER SILENCIOSA


Llovía copiosamente esa madrugada cuando Jesús se lanzó a la calle decidido a abandonar la casa. Siempre que llovía se apoderaba de él un violento entusiasmo, las ideas se agolpaban en su cabeza atormentándolo, el éxito estaba sólo a unas pocas cuadras. Tomó un equipaje ligero y los documentos.
Al llegar a la estación, saludó al guardia y se sentó en uno de los bancos a esperar el tren. A la hora, su impaciencia iba en aumento y el tren no atinaba a pasar. El cansancio le estaba invadiendo el cuerpo, la humedad le llegaba a los huesos, le inundaba los pensamientos. A las dos horas ya había recorrido varias veces el trayecto desde el banco hasta el borde de las vías. No se explicaba qué estaba pasando. Ya ni se acordaba dónde había dejado el boleto.
Con afán comenzó a buscarlo dentro de la maleta, sin suerte. Tal vez lo habría dejado sobre el fregadero, o se le habría caído en la calle. Y si fuera así, la lluvia se habría encargado de él, o algún perro lo... Se levantó de un salto, tomó la maleta hecha un lío de ropa y zapatos la cual no pudo cerrar debidamente, y por ese motivo nacían de sus huecos mangas de camisa que como pies se arrastraban a su lado.
Con malhumorada resignación emprendió el camino de regreso a casa. Delirante, pasó junto al guardia, esta vez sin saludarlo y mesándose los cabellos se perdió entre la lluvia. Su bamboleo fue haciéndose cada vez más lento, más cansino, era como si juntara años en cada paso. Dejó que la ahora suave llovizna lo envolviera, mientras el amanecer luchaba por romper el hechizo de la noche.Al dirigirse a la estación era un joven lleno de aventuras, con toda la fuerza de las ideas que le hervía en la sangre, con las ansias de tragarse el mundo en cada paso y ahora, al desandar el camino era un hombre sin esperanzas, vacío.-Si al menos hubiera encontrado ese maldito boleto... –susurraba.
Llegó a la casa derrotado, como si hubiera perdido una batalla, como si hubiera sobrevivido a una desastrosa pesadilla nocturna.Silenciosamente miró hacia el cuarto de los muchachos. Los cuatro se amontonaban en un entrevero de brazos irreconocibles. Se desnudó y se metió en la cama. La mujer silenciosa, a su lado, como una masa inerte, cerró los ojos y suspiró, por enésima vez.   
Mónica Marchesky

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