Responsable: Mónica Marchesky

Seguidores

domingo, 4 de diciembre de 2016

Realismo sucio en Escritores Creativos

 Disparador: Ella habría podido detenerlo, pero no lo intentó
Integrante de Escritores Creativos Mónica Marchesky I
Águeda Gondolveu

Las esposas se cerraron entorno a sus muñecas.
El frío metal mordió su carne y supo que comenzaba a transitar el camino del final.
Bajando con brusquedad su cabeza, los guardias lo introdujeron en el patrullero, que salió a andar haciendo estridencias con la  sirena  que le abría paso.
Pensó:  ¿Para qué tanto apuro? Para dar con sus huesos en una oscura celda, rodeado de seres tan miserables como  él.

Cerró los ojos y se sintió mecido por los brazos de su madre. Recordó cuando, tomado de su delantal, chillaba con fuerza porque su hermano mayor, abusando de su debilidad, le tiraba del pelo o lo empujaba. El objeto era llegar primero al viejo neumático que  oficiaba de hamaca. Cuando él se aburría ya era la hora de comer.
Cuando le reclamó a su madre, ella habría podido detenerlo, pero no lo intentó. Estaba muy cansada, su vida era amarga, sola, sin recursos, no tenía voluntad para intervenir.

Abrió los ojos. El vehículo entraba en un edificio gris, rodeado de altas cercas de alambre. Ahora viene el interrogatorio. Me asignarán un abogado de oficio. Nada podrá hacer por mí.

            -Mamá ¡Julio me rompió el camión azul que me regalaste en mi cumpleaños!
Descendieron del patrullero, lo separaron del grupo que habían ido recogiendo a lo largo del  camino y lo guiaron hacia el despacho del oficial de turno.
            -En ese bolso deje las cosas de valor, pase a la habitación contigua y cambie sus ropas por el uniforme carcelario, le dijeron. ¿Cuáles eran sus cosas de valor? se preguntó. La foto de su madre que tenía en un bolsillo.

Dos números de cuatro cifras, uno delante y otro detrás de su cabeza, destacaban nítidamente en las fotos que encabezaría su prontuario.
            -Pero, ¿Por qué se pelean? No ven la ropa que tengo que lavar?
La cara añorada de la madre se abrió paso entre las rejas que lo rodeaban ya. La necesitaba desesperadamente. Esa noche tirado en su catre, reflexionó sobre el rumbo que había emprendido.
            -¿Qué lo llevó al delito? Tantas humillaciones recibidas no le habían permitido ver el camino hacia un mejor destino.

            -Mamá,  Mamá,  ¿Porque no me contestas?  No es hora de dormir. El sol está alto en el cielo. Tengo hambre. Mamá, Mamá.

Luego, aquél orfanato, las caras severas de las monjas, el castigo a sus rebeldías, le impulsaron a escapar. La fuga a campo traviesa, aquél callejón mugriento, el insoportable hedor de muchos cuerpos hacinados , la montaña de basura que era pasto de ratas y cucarachas que lo invadían todo, ese fue su refugio. Pequeños ratones le daban algo  que llevarse a la boca. Pensó en algo, en un golpe grande que le permitiera emerger. La soledad, el dolor, su vida sin rumbo le impulsó a jugársela.  Lo hizo y como siempre, perdió.
            -¡Vamos, a levantarse! ¡En la cárcel no mantenemos vagos! ¡Arriba, a trabajar!



sábado, 3 de diciembre de 2016

La gran decisión

Integrante de Escritores Creativos Mónica Marchesky I

María Cristina Bossio

Desde el despacho del Sr. Bennet  en el piso diecinueve, se puede ver toda la ciudad. Calles, parques, coches, gente.  Se puede divisar hasta un perro, un gato es más  difícil,   las ratas y ratones casi imposible sin prismáticos y las cucarachas imposible del todo.
Tanto las ventanas como las de todo el edificio son fijas, no se pueden abrir,  por si a alguno le da la tentación de arrojarse por ellas,  así que no se puede comprobar si a esta altura circulan moscas y mosquitos. 

Cuando entro, el vicepresidente está leyendo el periódico. Lo conozco de verlo por el vestíbulo cuando yo trabajaba de recepcionista, ahora fui ascendida a éste despacho. El Sr. Bennet  es el hombre más elegante que haya visto en mi vida y el que más debe de gastarse en trajes, corbatas y betún. En él, el traje más que ropa se diría que es un  sitio, la casa donde aloja su cuerpo.  La casa por la que asoman sus grandes manos y sus globos oculares, para ponerse en contacto con el mundo.

            -Así que es usted mi mano derecha  -dice. 
Le expreso mi satisfacción por serlo, Le digo que cuando solicité un cambio de sección, jamás me imaginé que me fuesen a destinar a la vicepresidencia y a un puesto de tanta responsabilidad. 
Se me queda mirando con una extraña insistencia, como si acabase de descubrir lo que me espera en la vida. Así que para que deje de mirarme  y para que sepa que soy más interesante de lo que aparento, le confieso que mi auténtica vocación es la de escribir.
            -También a mí me gusta mucho escribir –dice-, remontando la mirada y el tono de voz al pasado.

            -Bien, ¿Por dónde empiezo?  -pregunto.
            -Por donde quieras -dice, pasando del usted al tuteo-. Yo, sin embargo, no me encuentro cómoda tuteándole y sigo con el usted. 
Se me asigna una mesa sin ordenador fuera del despacho desde la cual no veo la calle, sí a mis compañeros, aunque ellos no me ven a mí. Parecen absortos en sus respectivas pantallas, con sus respectivos pensamientos en una intimidad sin puertas ni paredes. 

No tengo mucho que hacer. Estoy sentada en una cómoda silla rodante como podría estar en medio del campo sentada en una piedra viendo pasar  las nubes,  sólo que lo que es normal en el campo no lo es en un lugar como éste, construido para producir y que te paguen por ello.  Me siento atrapada en una situación sin sentido y me siento bastante incómoda.  El primer día  ordeno las hojas en blanco, los rotuladores por colores, limpio la mesa y los cajones a conciencia. 
Al segundo día atiendo una llamada de Estados Unidos para mi jefe.
Al tercer día me pregunta cómo va la cosa, y yo le contesto que muy bien, ¿qué le iba a contestar?
Al cuarto día  cuando pasa al lado de mi escritorio le digo:
            -Sr.Bennet, hay un asunto urgente que Ud. debería ver. 
Me mira sorprendido y me dice que vaya a su despacho. 
            -¿Cuál es ese asunto? -me pregunta- sentándose en el sillón, cuyo respaldo de pana verde oscuro sobresale por detrás de la cabeza, tomando un bolígrafo, que desaparece en uno de los pliegues de la mano.
            -Deberíamos establecer un plan de trabajo -le digo-. No sé qué hacer ahí afuera. 
El me mira con ojos que expresan ternura, bondad, inteligencia, lo que en los tiempos que corren es bastante inusual.

            -No tenemos trabajo, lo siento -me dice.
            -¿Cómo que no tenemos trabajo?
            -No, no tenemos.
            -¿Entonces? -pregunto.

Ésta vicepresidencia es un adorno del organigrama de la empresa, y tú eres un adorno de la vicepresidencia. En realidad no contamos para nada. Cobramos a fin de mes y ya está. 
            -No lo entiendo- digo-. Podríamos hacer algo aunque fuese poco.
            -Pero Ud. asiste a los consejos de administración y a los desayunos de trabajo, y cuando el presidente se va de viaje Ud. dirige la empresa. 
            -Bueno, sí, asisto a esos actos y me aburro terriblemente. 
            -Y qué hace tanto tiempo metido en el despacho? -le pregunto.
            -Leo. Leo mucho. Desde que estoy en ésta situación me he leído todo Balzac, Benito Galdós, García Márquez, Flaubert y Proust. 
Entonces,  mirándolo casi sin ver, tomo la determinación de generar mi propio trabajo.

Le pido permiso para ordenar su biblioteca y para archivar unas carpetas amarillentas con papeles mecanografiados, que hay apiladas en un rincón del despacho.
Le pregunto si no guarda las actas de las reuniones a las que asiste y dice que ni siquiera las recoge.  Le pido por favor, que ahora en adelante las traiga para que yo pueda archivarlas. Encargo carpetas de  colores, más  rotuladores y me dedico a clasificar cartas y documentos que casi se deshacen entre los dedos como papiros milenarios, y que me hacen estornudar, situación a la que, sin duda, mis compañeros asisten desde su inaccesible mundo interior. Son éstos papeles los que me salvan de salir corriendo y por tanto de fracasar. Por eso lucho.

Cuando un día a media mañana, estoy enfrascada en la tarea de fotocopiar las dichosas actas, el vicepresidente pasa a mi lado y me dice:
            -¿No has pensado que estás expuesta a una gran radiactividad pasando tanto tiempo junto a ese aparato? Lo miro sorprendida al tiempo que recojo de la bandeja un buen montón de hojas.
 De pronto me dice:
            -Vamos a mi despacho. Lo noto algo preocupado. Conoces las historias de Romeo y Julieta?, de Abelardo y Eloísa? Son hermosas historias de amor que algún día te contaré. 
Seguramente no recuerda lo de mi vocación de escritora. Pero opté por callarme. 
Quería decirte además, de que varios consejeros están intrigados por el repentino interés por unas actas que ya han perdido actualidad y quieren saber si he encontrado algún error en ellas. Errar es humano, pero quieren saber más. Sobretodo quieren que los tranquilice. Evidentemente si les hubiese dicho la verdad, que mi ayudante está dispuesta a trabajar inútilmente, no se lo habrían creído.
Yo podía haberlo detenido, pero no lo intenté. Le dije sólo que no hacemos nada malo, sólo trabajar, que él mismo debería esparcir sobre su escritorio algunos folios por encima de la mesa, para que no le vean mano sobre mano.

            -No puedo hacer eso- me dice-, tú eres emprendedora, has subido a éste piso desde la recepción, yo en cambio no soy un vicepresidente de  verdad, no he sabido retener el cargo, ni estar a la altura de lo que se esperaba de mí, en consecuencia he ido perdiendo todo poco a poco, autoestima, autoridad, como se pierden tantas cosas en la vida, que uno se cree que nunca se vayan a perder.
            -Por lo tanto, no me merezco seguir ocupando este sillón.
            -Y quién se merece lo que tiene?  -le digo.
Se queda pensando un rato largo, y muy serio me dice que tal vez esa sea la oportunidad que en el fondo estaba esperando, 
            -Voy a cambiar de empleo, quiero encontrar un poco de felicidad. Te voy a extrañar, siento que me vas recordar con cariño, pero es mejor para los dos. 

Y así un buen día el despacho quedó vacío. Ya no me importaba ver la ciudad desde las alturas. Algo de nostalgia me invadió de repente, sabía que quería  volver a tener un jefe tan humano y bondadoso como había tenido, aunque en ésta vida no se puede volver atrás.



HACIA EL PRESENTE

Integrante de Escritores Creativos Mónica Marchesky I

AL MAR

Después de tantos años, subí la estrecha escalera que daba al ático en aquella casona solariega. En él se encontraban enseres atesorados por los antiguos habitantes en un perfecto orden. Un librero con puertas de vidrio biselado enmarcado en roble oscuro con tomos de grandes novelistas del momento,  
influencia de la literatura francesa: Balzac, Zolá, Proust…

Sobre él, un cuadro con marco en polvo de oro. En sepia, la dama del cuadro lucía un gran sombrero al que acomodaba con una mano. La otra, sostenía una sombrilla terminada en delicadas puntillas, amparándola tal vez de un sol irascible. Los lazos de terciopelo cubrían el largo de la falda en un cuerpo esbelto y provocativo.

Descorrí los trozos de tela de la pequeña ventana de la buhardilla y un haz de luz iluminó un arcón de arce con tachas de hierro. En la cerradura, un candado sin traba, de épocas pasadas incitó mi curiosidad. Al abrirlo, un aroma de humedad perfumó mis sentidos.

Una muñeca con cabeza de loza, sonreía y unos ojos azules con pestañas que se asemejaban a cepillitos de cerda me miraban incrédula. El vestido ennegrecido por el polvo y el uso de una niña desconocida que posiblemente había depositado en ella la ilusión de su futura maternidad.

La carátula desvanecida de un libro suscitó mi atención: Un hombre sentado al escritorio leía tomando su monóculo. Una luz mortecina y amarillenta perfilaba tras él, su figura inmóvil. Las hojas del libro estaban casi amarronadas y diminutos agujeros perforaban las esquinas en la totalidad del volumen. Al abrirlo, un objeto reseco con tonos apenas visibles escapó de él: era una pequeña flor que tal vez hubiese colmado deseos de amor pasando con ese recuerdo a la posteridad. Una dedicatoria acariciaba la introducción: “Para la dueña de mis pensamientos a quien le rindo todos mis respetos y a quien brindo este presente, esperando que la señora de mis sueños no se sienta ofendida”

El libro narraba una historia de amor intenso. Sus personajes ataviados en sedas y polainas, enmarcados en una ética muy lejana donde reinaba el romanticismo. Narraba el entusiasmo por la lírica, la poesía y la literatura, modelando actitudes y lenguaje. Las parejas viajaban en volantas acompañadas por los esclavos que se rendían solícitos a sus requerimientos. Los principales personajes de la trama, concurrían a ocasionales picnic, donde la naturaleza brindaba todo su esplendor. Los padres habían convenido para ellos destinos en una posible unión.



Esa época había pertenecido a personas ya inexistentes  de las cuales no podía tener más referencias. Solo el arcón las contenía con un espíritu de delicado romanticismo que fue desapareciendo lentamente al paso de nuevas formas de vida y marcado inicialmente por la Revolución Industrial a fines del siglo XVIII. Un acontecimiento importante de la historia del mundo, iniciado principalmente por Francia, Alemania e Inglaterra, multiplicando bienes y servicios. Esto cerró una instancia diferente de la vida y costumbres de una generación. Del mismo modo cerré yo el libro. El señor del monóculo lo dejó sobre el escritorio y con los ojos entrecerrados apoyó su cabeza sobe el respaldo del sillón. 
Coloqué el libro en su refugio y escapé del pasado, dejándolo a quien le pertenecía.