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sábado, 3 de diciembre de 2016

La gran decisión

Integrante de Escritores Creativos Mónica Marchesky I

María Cristina Bossio

Desde el despacho del Sr. Bennet  en el piso diecinueve, se puede ver toda la ciudad. Calles, parques, coches, gente.  Se puede divisar hasta un perro, un gato es más  difícil,   las ratas y ratones casi imposible sin prismáticos y las cucarachas imposible del todo.
Tanto las ventanas como las de todo el edificio son fijas, no se pueden abrir,  por si a alguno le da la tentación de arrojarse por ellas,  así que no se puede comprobar si a esta altura circulan moscas y mosquitos. 

Cuando entro, el vicepresidente está leyendo el periódico. Lo conozco de verlo por el vestíbulo cuando yo trabajaba de recepcionista, ahora fui ascendida a éste despacho. El Sr. Bennet  es el hombre más elegante que haya visto en mi vida y el que más debe de gastarse en trajes, corbatas y betún. En él, el traje más que ropa se diría que es un  sitio, la casa donde aloja su cuerpo.  La casa por la que asoman sus grandes manos y sus globos oculares, para ponerse en contacto con el mundo.

            -Así que es usted mi mano derecha  -dice. 
Le expreso mi satisfacción por serlo, Le digo que cuando solicité un cambio de sección, jamás me imaginé que me fuesen a destinar a la vicepresidencia y a un puesto de tanta responsabilidad. 
Se me queda mirando con una extraña insistencia, como si acabase de descubrir lo que me espera en la vida. Así que para que deje de mirarme  y para que sepa que soy más interesante de lo que aparento, le confieso que mi auténtica vocación es la de escribir.
            -También a mí me gusta mucho escribir –dice-, remontando la mirada y el tono de voz al pasado.

            -Bien, ¿Por dónde empiezo?  -pregunto.
            -Por donde quieras -dice, pasando del usted al tuteo-. Yo, sin embargo, no me encuentro cómoda tuteándole y sigo con el usted. 
Se me asigna una mesa sin ordenador fuera del despacho desde la cual no veo la calle, sí a mis compañeros, aunque ellos no me ven a mí. Parecen absortos en sus respectivas pantallas, con sus respectivos pensamientos en una intimidad sin puertas ni paredes. 

No tengo mucho que hacer. Estoy sentada en una cómoda silla rodante como podría estar en medio del campo sentada en una piedra viendo pasar  las nubes,  sólo que lo que es normal en el campo no lo es en un lugar como éste, construido para producir y que te paguen por ello.  Me siento atrapada en una situación sin sentido y me siento bastante incómoda.  El primer día  ordeno las hojas en blanco, los rotuladores por colores, limpio la mesa y los cajones a conciencia. 
Al segundo día atiendo una llamada de Estados Unidos para mi jefe.
Al tercer día me pregunta cómo va la cosa, y yo le contesto que muy bien, ¿qué le iba a contestar?
Al cuarto día  cuando pasa al lado de mi escritorio le digo:
            -Sr.Bennet, hay un asunto urgente que Ud. debería ver. 
Me mira sorprendido y me dice que vaya a su despacho. 
            -¿Cuál es ese asunto? -me pregunta- sentándose en el sillón, cuyo respaldo de pana verde oscuro sobresale por detrás de la cabeza, tomando un bolígrafo, que desaparece en uno de los pliegues de la mano.
            -Deberíamos establecer un plan de trabajo -le digo-. No sé qué hacer ahí afuera. 
El me mira con ojos que expresan ternura, bondad, inteligencia, lo que en los tiempos que corren es bastante inusual.

            -No tenemos trabajo, lo siento -me dice.
            -¿Cómo que no tenemos trabajo?
            -No, no tenemos.
            -¿Entonces? -pregunto.

Ésta vicepresidencia es un adorno del organigrama de la empresa, y tú eres un adorno de la vicepresidencia. En realidad no contamos para nada. Cobramos a fin de mes y ya está. 
            -No lo entiendo- digo-. Podríamos hacer algo aunque fuese poco.
            -Pero Ud. asiste a los consejos de administración y a los desayunos de trabajo, y cuando el presidente se va de viaje Ud. dirige la empresa. 
            -Bueno, sí, asisto a esos actos y me aburro terriblemente. 
            -Y qué hace tanto tiempo metido en el despacho? -le pregunto.
            -Leo. Leo mucho. Desde que estoy en ésta situación me he leído todo Balzac, Benito Galdós, García Márquez, Flaubert y Proust. 
Entonces,  mirándolo casi sin ver, tomo la determinación de generar mi propio trabajo.

Le pido permiso para ordenar su biblioteca y para archivar unas carpetas amarillentas con papeles mecanografiados, que hay apiladas en un rincón del despacho.
Le pregunto si no guarda las actas de las reuniones a las que asiste y dice que ni siquiera las recoge.  Le pido por favor, que ahora en adelante las traiga para que yo pueda archivarlas. Encargo carpetas de  colores, más  rotuladores y me dedico a clasificar cartas y documentos que casi se deshacen entre los dedos como papiros milenarios, y que me hacen estornudar, situación a la que, sin duda, mis compañeros asisten desde su inaccesible mundo interior. Son éstos papeles los que me salvan de salir corriendo y por tanto de fracasar. Por eso lucho.

Cuando un día a media mañana, estoy enfrascada en la tarea de fotocopiar las dichosas actas, el vicepresidente pasa a mi lado y me dice:
            -¿No has pensado que estás expuesta a una gran radiactividad pasando tanto tiempo junto a ese aparato? Lo miro sorprendida al tiempo que recojo de la bandeja un buen montón de hojas.
 De pronto me dice:
            -Vamos a mi despacho. Lo noto algo preocupado. Conoces las historias de Romeo y Julieta?, de Abelardo y Eloísa? Son hermosas historias de amor que algún día te contaré. 
Seguramente no recuerda lo de mi vocación de escritora. Pero opté por callarme. 
Quería decirte además, de que varios consejeros están intrigados por el repentino interés por unas actas que ya han perdido actualidad y quieren saber si he encontrado algún error en ellas. Errar es humano, pero quieren saber más. Sobretodo quieren que los tranquilice. Evidentemente si les hubiese dicho la verdad, que mi ayudante está dispuesta a trabajar inútilmente, no se lo habrían creído.
Yo podía haberlo detenido, pero no lo intenté. Le dije sólo que no hacemos nada malo, sólo trabajar, que él mismo debería esparcir sobre su escritorio algunos folios por encima de la mesa, para que no le vean mano sobre mano.

            -No puedo hacer eso- me dice-, tú eres emprendedora, has subido a éste piso desde la recepción, yo en cambio no soy un vicepresidente de  verdad, no he sabido retener el cargo, ni estar a la altura de lo que se esperaba de mí, en consecuencia he ido perdiendo todo poco a poco, autoestima, autoridad, como se pierden tantas cosas en la vida, que uno se cree que nunca se vayan a perder.
            -Por lo tanto, no me merezco seguir ocupando este sillón.
            -Y quién se merece lo que tiene?  -le digo.
Se queda pensando un rato largo, y muy serio me dice que tal vez esa sea la oportunidad que en el fondo estaba esperando, 
            -Voy a cambiar de empleo, quiero encontrar un poco de felicidad. Te voy a extrañar, siento que me vas recordar con cariño, pero es mejor para los dos. 

Y así un buen día el despacho quedó vacío. Ya no me importaba ver la ciudad desde las alturas. Algo de nostalgia me invadió de repente, sabía que quería  volver a tener un jefe tan humano y bondadoso como había tenido, aunque en ésta vida no se puede volver atrás.



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