Integrante de Escritores Creativos Mónica Marchesky I
María Cristina Bossio
Desde el despacho del Sr. Bennet en el piso
diecinueve, se puede ver toda la ciudad. Calles, parques, coches, gente.
Se puede divisar hasta un perro, un gato es más difícil,
las ratas y ratones casi imposible sin prismáticos y las cucarachas imposible
del todo.
Tanto las ventanas como las de todo el edificio son fijas,
no se pueden abrir, por si a alguno le da la tentación de arrojarse
por ellas, así que no se puede comprobar si a esta altura circulan
moscas y mosquitos.
Cuando entro, el vicepresidente está leyendo el periódico.
Lo conozco de verlo por el vestíbulo cuando yo trabajaba de recepcionista,
ahora fui ascendida a éste despacho. El Sr. Bennet es el hombre más
elegante que haya visto en mi vida y el que más debe de gastarse en trajes,
corbatas y betún. En él, el traje más que ropa se diría que es un sitio,
la casa donde aloja su cuerpo. La casa por la que asoman sus grandes
manos y sus globos oculares, para ponerse en contacto con el mundo.
-Así que
es usted mi mano derecha -dice.
Le expreso mi satisfacción por serlo, Le digo que cuando
solicité un cambio de sección, jamás me imaginé que me fuesen a destinar a la
vicepresidencia y a un puesto de tanta responsabilidad.
Se me queda mirando con una extraña insistencia, como si
acabase de descubrir lo que me espera en la vida. Así que para que deje de
mirarme y para que sepa que soy más interesante de lo que aparento, le
confieso que mi auténtica vocación es la de escribir.
-También a
mí me gusta mucho escribir –dice-, remontando la mirada y el tono de voz al
pasado.
-Bien,
¿Por dónde empiezo? -pregunto.
-Por donde
quieras -dice, pasando del usted al tuteo-. Yo, sin embargo, no me encuentro
cómoda tuteándole y sigo con el usted.
Se me asigna una mesa sin ordenador fuera del despacho
desde la cual no veo la calle, sí a mis compañeros, aunque ellos no me ven a
mí. Parecen absortos en sus respectivas pantallas, con sus respectivos pensamientos en una
intimidad sin puertas ni paredes.
No tengo mucho que hacer. Estoy sentada en una cómoda silla
rodante como podría estar en medio del campo sentada en una piedra viendo
pasar las nubes, sólo que lo que es normal en el campo no lo es en
un lugar como éste, construido para producir y que te paguen por ello. Me
siento atrapada en una situación sin sentido y me siento bastante
incómoda. El primer día ordeno las hojas en blanco, los rotuladores
por colores, limpio la mesa y los cajones a conciencia.
Al segundo día atiendo una llamada de Estados Unidos para
mi jefe.
Al tercer día me pregunta cómo va la cosa, y yo le contesto
que muy bien, ¿qué le iba a contestar?
Al cuarto día cuando pasa al lado de mi escritorio le
digo:
-Sr.Bennet,
hay un asunto urgente que Ud. debería ver.
Me mira sorprendido y me dice que vaya a su despacho.
-¿Cuál es
ese asunto? -me pregunta- sentándose en el sillón, cuyo respaldo de pana verde
oscuro sobresale por detrás de la cabeza, tomando un bolígrafo, que desaparece
en uno de los pliegues de la mano.
-Deberíamos
establecer un plan de trabajo -le digo-. No sé qué hacer ahí afuera.
El me mira con ojos que expresan ternura, bondad,
inteligencia, lo que en los tiempos que corren es bastante inusual.
-No
tenemos trabajo, lo siento -me dice.
-¿Cómo que
no tenemos trabajo?
-No, no tenemos.
-¿Entonces?
-pregunto.
Ésta vicepresidencia es un adorno del organigrama de la
empresa, y tú eres un adorno de la vicepresidencia. En realidad no contamos
para nada. Cobramos a fin de mes y ya está.
-No lo
entiendo- digo-. Podríamos hacer algo aunque fuese poco.
-Pero Ud.
asiste a los consejos de administración y a los desayunos de trabajo, y cuando
el presidente se va de viaje Ud. dirige la empresa.
-Bueno,
sí, asisto a esos actos y me aburro terriblemente.
-Y qué
hace tanto tiempo metido en el despacho? -le pregunto.
-Leo. Leo
mucho. Desde que estoy en ésta situación me he leído todo Balzac, Benito
Galdós, García Márquez, Flaubert y Proust.
Entonces, mirándolo casi sin ver, tomo la
determinación de generar mi propio trabajo.
Le pido permiso para ordenar su biblioteca y para archivar
unas carpetas amarillentas con papeles mecanografiados, que hay apiladas en un
rincón del despacho.
Le pregunto si no guarda las actas de las reuniones a las
que asiste y dice que ni siquiera las recoge. Le pido por favor, que
ahora en adelante las traiga para que yo pueda archivarlas. Encargo carpetas de
colores, más rotuladores y me dedico a clasificar cartas y
documentos que casi se deshacen entre los dedos como papiros milenarios, y que
me hacen estornudar, situación a la que, sin duda, mis compañeros asisten desde
su inaccesible mundo interior. Son éstos papeles los que me salvan de salir
corriendo y por tanto de fracasar. Por eso lucho.
Cuando un día a media mañana, estoy enfrascada en la tarea
de fotocopiar las dichosas actas, el vicepresidente pasa a mi lado y me dice:
-¿No has
pensado que estás expuesta a una gran radiactividad pasando tanto tiempo junto
a ese aparato? Lo miro sorprendida al tiempo que recojo de la bandeja un buen
montón de hojas.
De pronto me dice:
-Vamos a
mi despacho.
Lo noto algo preocupado. Conoces las historias de Romeo y Julieta?, de Abelardo
y Eloísa? Son hermosas historias de amor que algún día te contaré.
Seguramente no recuerda lo de mi vocación de escritora.
Pero opté por callarme.
Quería decirte además, de que varios consejeros están
intrigados por el repentino interés por unas actas que ya han perdido
actualidad y quieren saber si he encontrado algún error en ellas. Errar es
humano, pero quieren saber más. Sobretodo quieren que los tranquilice.
Evidentemente si les hubiese dicho la verdad, que mi ayudante está dispuesta a
trabajar inútilmente, no se lo habrían creído.
Yo podía haberlo
detenido, pero no lo intenté. Le dije sólo
que no hacemos nada malo, sólo trabajar, que él mismo debería esparcir sobre su
escritorio algunos folios por encima de la mesa, para que no le vean mano
sobre mano.
-No puedo
hacer eso- me dice-, tú eres emprendedora, has subido a éste piso desde la
recepción, yo en cambio no soy un vicepresidente de verdad, no he
sabido retener el cargo, ni estar a la altura de lo que se esperaba de mí, en
consecuencia he ido perdiendo todo poco a poco, autoestima, autoridad, como se
pierden tantas cosas en la vida, que uno se cree que nunca se vayan a perder.
-Por lo
tanto, no me merezco seguir ocupando este sillón.
-Y quién
se merece lo que tiene? -le digo.
Se queda pensando un rato largo, y muy serio me dice que
tal vez esa sea la oportunidad que en el fondo estaba esperando,
-Voy a
cambiar de empleo, quiero encontrar un poco de felicidad. Te voy a extrañar,
siento que me vas recordar con cariño, pero es mejor para los dos.
Y así un buen día el despacho quedó vacío. Ya no me
importaba ver la ciudad desde las alturas. Algo de nostalgia me invadió de
repente, sabía que quería volver a tener un jefe tan humano y bondadoso
como había tenido, aunque en ésta vida no se puede volver atrás.
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