Luisina
González
Los días viernes eran para Julia el milagro
semanal. De lunes a jueves todo tenía sentido, porque existía el viernes.
Había tenido una semana larga, tapada de
papeles, trámites y demasiado trabajo, pero allí estaba él: el viernes.
Ese día todo era mejor. Era un momento
exaltante. No había apuros ni pretensiones. Incluso cuando las ciudades se
replegaban ante la tarde de los viernes, preparándose para las fiestas nocturnas,
eran las horas más agitadas y la ponían en alerta máxima de todos sus sentidos.
Hasta solía verse más delgada los viernes.
El aroma del río ese día también olía
distinto, más distinguido, más dulce.
En viernes, llegaba a su casa como de
costumbre. Entraba a la cocina a paso lento y una sonrisa sostenida. Era ese el
momento, mientras estaba levantando los restos del desayuno, cuando Julia
comenzaba a vivir la inmensidad de ese día, a acariciar el tiempo que parecía
correr más lento.
Se despertaba pensando que al siguiente podría
dormir sin escuchar alarmas.
Eso
la hacía feliz.
Julia era una persona solitaria. Amaba los
quehaceres domésticos y le apasionaba la decoración de su casa.
Caía la tarde y se dispuso a escribir. Se instaló como siempre en el sillón ubicado estratégicamente
cerca de la ventana que daba al patio. Acomodó todo a su alrededor, no podía
concentrarse si había siquiera un objeto fuera de lugar. Preparó un trago para
beber, acercó los cigarrillos, tomó su cuaderno y su bolígrafo.
Y allí estaba, como si hubiera estado en el
mismo sitio por siglos.
Para ella existía durante el acto de
escribir, un momento intenso y plácido, en el que las ideas se trascendían a sí
mismas. Ese momento en que no interactúan las palabras escritas, donde el
pensamiento se eleva a lo más alto. Julia alzó la vista y con los ojos bien
abiertos que no veían sin embargo nada del exterior, la fijó en algún punto
impreciso, hasta rebalsar su mente de historias sin sentido y palabras
inconexas. Pero esta vez no fue alegría
ni placer lo que sintió, sino un vacío.
Cada vez que volvía en sí, dispuesta a
escribir, solo se asomaba alguna frase de un tema sin importancia, pero no
lograban formar una historia entre sí.
A Julia no le gustaba esa sensación de hoja
en blanco.
Tomó
un trago, y lanzó una mueca de disconformidad. ¿Cómo podía ser que durante el día
se le ocurrieran tantas historias maravillosas para escribir, una mejor que
otra y ahora estuviese allí: ausente?
Estuvo así, durante unas horas.
El ambiente ya olía a humo y la perturbaba más
de lo normal.
-Este tampoco es mi momento- volvió a decir,
como tantas otras veces.
El timbre del celular la dispersó por
completo. No solía sentarse a escribir con el teléfono encendido, pero ese día lo
olvidó.
Era Ana, su compañera de trabajo que la invitaba
a tomar algo porque “es una noche de viernes divina” le habría escrito.
Lo dudó. Le pareció una falta de respeto a
aquel viernes negarse a salir. Y después de todo, quizá, le haría bien a su inspiración.
Era un bar irlandés. De esos que abundan en
ciudades como Buenos Aires.
Julia no era una gran observadora, sin
embargo le pareció que no había dos personas allí que hablaran el mismo idioma.
Gente diversa y música exótica desfilaban por el lugar. Le resultó divertido, y se relajó.
Indiferentes a lo que sucedía a su alrededor,
hablaron durante horas de su viaje a Europa. Ana le dio unos cuantos consejos útiles
al respecto.
Los sonidos se fueron dispersando y se
alejaron tanto, que pronto ambas notaron que los mozos eran las únicas personas
que hablaban español. Habían bebido cerveza artesanal, y dos tragos de la casa.
Comenzaron a reírse a medida que Ana iba explicando su punto de vista con
respecto a la cantidad de mozos del lugar, las habían atendido no menos de
cuatro, a razón de uno por pedido.
A decir verdad, eran casi las 3 a.m. y prácticamente
hasta el silencio las hacia reír.
Decidieron reservar un taxi para volver.
Consultaron si podrían abonar la cuenta en dólares. “Mozo número dos”, apodo
que se había ganado, demoró una eternidad en regresar. “mozos uno, tres y
cuatro” ya habían hecho su desaparición. La dosis moderada de alcohol que habían
tomado, comenzaba a producirles efecto, manifestándose
en una euforia poco usual.
La calle estaba solitaria.
Pagaron la cuenta y Julia notó que el mozo
fumaba mirando hacia la esquina. Era seguro que solo él prestaba atención a
aquella escena.
Todos los demás negocios habían cerrado. El
mozo seguía inmóvil, analizando la escena.
En cuestión de segundos, la calle se iluminó
de un modo que parecía cualquier hora de una tarde soleada. La música comenzó a
sonar nuevamente, los extranjeros que estaban en el bar unas horas antes,
invadieron el lugar multiplicándose. Había luces de todos los colores, tan
potentes que lastimaban los ojos.
Ana
y Julia, desconcertadas, atinaron apenas a levantarse de la mesa cuando fueron
sorprendidas por los mozos uno, tres y cuatro que estaban junto a ellas
nuevamente como por arte de magia.
Desde la esquina se oyó un grito de victoria…
¡Toma final, grabando!
La publicidad de Coca-Cola había sido un
éxito total.
A Julia le resulto divertida su historia
acerca de la atípica noche de viernes.
Y por fin, escribió.
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