Nuestra vida
discurrirá como un sueño y será un beso eterno.
“La muerta
enamorada”
Theóphile Gautier
Corría el año 1836 cuando
Clarimonda despertó y se encontró enterrada en el cementerio de la Abadía. Romualdo,
estaba desconsolado por su muerte. Ella, como toda mujer vampiro, había violado
la primera enmienda de los vampiros que dice: “No debemos enamorarnos de nuestros recursos”. Pero, éste recurso,
era lo que ella necesitaba, su sangre, sus modales y cumplidos, era algo que no
estaba acostumbrada a recibir, sobre todo esa sangre, dulce, con aroma a
pecado, esa sangre maldita por la decisión de convertirse en sacerdote, era
algo que, a ella, al jugar con lo prohibido, la enloquecía.
Clarimonda era hermosa;
sus cabellos, de un rubio claro, caían sobre sus hombros; las negras pestañas,
contrastaban con las pupilas verde mar. Una mirada penetrante y cautivadora. Imposible
resistirse.
Lo visitaba de noche para
succionar una gota de su sangre, que era el elixir que la mantenía viva, a
pesar de estar muerta. No era cualquier sangre, era la de un pecador. En uno de
esos días y mientras él dormía, le arrancó unos cabellos de raíz, le cortó
algunas uñas y le extrajo sangre que guardó en una pequeña esfera de ámbar. Lo
llevaría siempre con ella. El tiempo pasó y ella siguió visitándolo como de
costumbre. Un día, se encontró con que ladrones habían entrado a la mansión de su
amado, destrozándolo todo, buscando sin duda monedas de oro y joyas.
El pobre Romualdo estaba tendido
boca abajo, con un golpe en la cabeza. Su muerte fue un hecho embarazoso, ya
que ella lo quería vivo. Nunca pensó que moriría tan estúpidamente. Esa muerte
decadente la llenó de hastío. Su Romualdo requería una muerte más aparatosa,
más espectacular y sin embargo allí estaba con su bata a media pierna, el
cabeza ensangrentado y en sus dedos, enredado, un rosario de cuentas. ¿Qué
estaría haciendo? ¿Rezando por sus pecados? Eso la cautivó aún más y deseó
poseer su sangre como nunca antes.
Destrozada Clarimonda se mudó de Venecia a Londres,
allí buscaría otro Romualdo, aunque no podría llegar a sustituirlo nunca. Él había
tenido su propio conflicto interno con la iglesia, con las tentaciones y con su
humanidad. Sus devaneos con el placer lo mantenían despierto hasta altas horas.
Esa noche fatídica lo encontró caminando por su habitación mesándose los
cabellos, cuestionándose, sintiendo la voz del Abad que le decía: ¡Ten cuidado
con las tentaciones!, hasta que cayó rendido. No oyó a los intrusos.
Pasaron muchos años y en el
Londres Victoriano, Clarimonda tuvo una gran cantidad de amantes, pero ninguno
como su Romualdo. Pequeños mecanismos eran sus asociados. Relojes de oro con
una música celestial eran sus regalos favoritos; la música los encantaba, los
dejaba indefensos a sus deseos. Se movía en el submundo londinense como ave de
caza.
Guardaba con recelo,
dentro de una caja minuciosamente labrada en roble, la esfera de ámbar con los
datos genéticos de su Romualdo. Un día, pasó a visitarla una vieja bruja
conocida de su madre. La visita de la vieja en realidad fue para ver si podía
robar algo de la casa y venderlo a los gitanos de los antros oscuros de
Londres. No se equivocó, en un descuido de Clarimonda, la astuta extrajo la
esfera de ámbar, la tomó en sus manos y los arabescos que formaban la sangre,
los cabellos y las uñas del infortunado Romualdo, parecían hermosas amapolas
atrapadas dentro de su ambiente transparente. Sin duda sacaría una buena suma
por esas flores en las tiendas de los traficantes de objetos raros.
Clarimonda no desconfió
nada hasta muchos meses después, cuando descubrió la falta de la esfera. Recordó
entonces a la vieja astuta, conocida de su madre; la bruja era una de las
vampiros más experimentadas en las lides del engaño. La convocó a una reunión,
pero la susodicha no concurrió, envió a un emisario, quien le dijo que el
objeto que Clarimonda buscaba, lo había vendido a un gitano húngaro hacía tres
meses. Era un milagro que aun estuviese en su poder.
Los gitanos húngaros
–pensó Clarimonda- difícilmente salen de su territorio, a lo sumo a Ucrania o
Checoeslovaquia. Comenzó entonces su búsqueda, no sin antes enviarle un mensaje
a la vieja con el emisario que decía: tú
y yo arreglaremos cuentas más tarde.
Bajó al sótano donde
tenía una especie de altar, era el lugar de meditación y se dispuso a buscar en
qué lugar se encontraban ahora los gitanos. Una pira con agua era su visor de
mundos. Los encontró en la región de Debecen en Hungría. Se trasladó en
presencia espiritual ante el gitano y supo que la esfera había sido vendida a
un anticuario serbio de Belgrade.
En Serbia tenía un viejo
conocido: Peter Plogojowitz. Recurrió a él, sabiendo que no la defraudaría. Su
porte enigmático y joven la había atraído siempre; en el pasado compartieron un
ágape de varios días y se prometieron volver a verse. De eso había pasado ya
algún tiempo. Peter sumó fuerzas con Clarimonda para buscar la esfera de
Romualdo. El vampiro no entendía, por qué motivos su colega buscaba los datos
de un mortal, era algo que a veces lo desconcertaba de las mujeres de su
especie. Eran jóvenes hermosas, con una fuerza para contener sus impulsos y ver
cómo el tiempo transcurre a su alrededor; pero algunas eran unas románticas
empedernidas que morían por príncipes inalcanzables o como Clarimonda, que
adoraba a un sacerdote pecador.
El anticuario de
Belgrade, tenía la esfera a buen resguardo, bajo llave, en una vitrina donde se
podían ver las amapolas a trasluz. Pedía un precio elevadísimo por la rareza.
Los dos se presentaron en la noche, cuando las sombras los ocultaban y robaron
la Romualdo que le pertenecía a Clarimonda. Al tenerla entre sus manos revivió
todo el amor que sintió entonces, y toda la pasión que seguía sintiendo por él.
Peter, al ver que ella se
consumía, le propuso visitar la casa de un gran amigo suyo en Alemania. Clarimonda
lo siguió. La zona donde se encontraba el castillo, era un vasto bosque rodeado
de niebla que salía de las lagunas. La mole destacaba sobre una colina. Por las
aberturas que se veían, parecía tener más de cien habitaciones, cada una
alhajada con distintos colores y cuadros de ancestros. Y en la sala, un enorme
jarrón de rosas amarillas. Había pasado mucho tiempo desde la muerte de su
Romualdo.
Al llegar al Castillo,
los recibió el anfitrión en persona, era un hombre canoso, de aspecto prolijo y
reservado. Luego de las presentaciones y saludos de bienvenida, ambos hombres
se retiraron a la biblioteca por unos minutos, al cabo de los mismos, la convocaron
a que se sumara a la reunión. Peter lo había puesto al tanto del sufrimiento de
la bella.
El hombre quedó
impresionado con su mirada y atinó a proponerle un trato para rescatar a su
Romualdo. Tendrían que bajar a las catacumbas del Castillo, donde estaba
instalado un avanzado laboratorio, con los últimos adelantos científicos y
tecnológicos. Al bajar por el ascensor, pudieron ver un mar de personas
vestidos de distintos colores que se desplazaban como hormigas por todo el
recinto.
-Hay trabajadores de distintos proyectos científicos,
japoneses, alemanes, franceses y de casi todos los puntos del planeta. Le
devolveremos la vida a tu pícaro sacerdote –dijo el canoso a la vez que los
hacia descender hacia la planta del laboratorio.
Clarimonda apretaba La
Romualdo entre sus senos. Los ojos asombrados de los dos quedaron pegados en las cápsulas de vidrio
donde se veían cuerpos desnudos sumergidos en un líquido incoloro. El hombre
les presentó varios experimentos que se estaban desarrollando. Para el caso que
los preocupaba, se dirigieron directamente al área del color rojo.
-Debes entregar la esfera –dijo- todo va a salir bien,
agregó.
Ella la depositó sobre
una cinta transportadora y en un segundo desapareció dentro de una gran
cápsula.
-Serán mis huéspedes por unos meses hasta que el proceso
termine.
Y así fue, durante unos
meses, Clarimonda y Peter fueron agasajados por su anfitrión. El castillo era
enorme, nunca en todo el tiempo que tuvieron pudieron recorrerlo en su
totalidad. La fiesta de bienvenida fue una bacanal con mucho lujo. Llegaron
invitados de todas partes; eran personas influyentes que ocupaban cargos
importantes en la sociedad. Todos vampiros. Todos sedientos de conocer a la
Clarimonda de Venecia, que se integraba a la comunidad.
Los días posteriores
fueron más tranquilos, paseos en barca por las lagunas, juegos, visitas al
bosque que rodeaba al castillo donde clasificaron aves. Cierta noche,
Clarimonda estaba sedienta y le preguntó cómo se proveían del elemento carmín
para sobrevivir.
-¿No has visto los cultivos en las catacumbas? Busca lo
que quieras, querida.
Entonces era lo que ella
había pensado, eran cuerpos de reserva, cultivados a su antojo para su consumo,
como una gran despensa bajo tierra.
Ella pensó cómo habían cambiado los tiempos desde que se
despertara en su ataúd en el cementerio de la Abadía. Toda una cantidad de años
y de adelantos.
-No bajamos más al pueblo a buscar nuestro sustento, eso
era un eterno problema; además, las miradas subían cada vez más desafiantes
desde el bajo hasta nuestra casa. Decidimos realizar nuestro propio cultivo y
fue una solución que hizo bien a todos. En todo caso, sabemos lo que consumimos
–agregó en una sonrisa.
Al cabo de unos meses,
bajaron nuevamente a las catacumbas; la excitación era ruidosa, el recurso estaba
empezando a tener movimiento. Al ver a su Romualdo suspendido en el líquido,
Clarimonda dio un grito. El cuerpo movía los dedos de la mano, esa era la
primera señal de que estaba todo bien.
-Todavía faltan otros desarrollos evolutivos, pero el que
ya tenga movimientos es algo positivo. Regresaremos en unos días y veras la
transformación de tu Romualdo.
Cuando bajaron al cabo de un mes, el cuerpo
estaba sobre una mesada, los tendones se terminaban de desarrollar y una leve
piel cubría parte del torso.
-¿Qué harás cuando esté listo? –preguntó el canoso.
-Me lo llevaré a Venecia.
-¿En qué época, en la actual? ¿Dónde todo se cuestiona?, ¿dónde
no hay casi lugar para los vampiros?… ¿por qué no vuelves con él donde todo
empezó? a 1836, a tu Palacio en Venecia y lo tendrás todo para ti –dijo, casi
en soliloquio, a la vez que le enseñaba un tubo de cerámica vertical.
-1836 -expresó Clarimonda- Venecia, mi Palacio Concini,
nuestra cama, nuestra vida de enamorados, cómo quisiera rescatar todo ese
tiempo perdido.
Tomó la mano de Peter y
le dijo: Aun quiero encontrar a una vieja amiga que me robó en Londres algo muy
preciado. Sé donde puedes encontrarla le contestó Peter. Después, después,
ahora tengo algo más importante que hacer dijo ella.
***
Romualdo se despertó de un salto, sofocado, con sudor en
la frente. Un grito se le ahogó en la garganta.
-¿Qué sucede amor mio? –preguntó Clarimonda a su lado.
-Tuve un sueño donde tú…yo…ellos…
Clarimonda se impulsó
sobre el cuerpo desnudo de Romualdo, besándolo, sedienta de su piel, oliendo la
sangre correr por sus venas nuevamente. Lo recorrió como un animal en celo, le
tomó de los cabellos y le susurró al oído.
-Calma amado mío, estamos aquí, solos tú y yo, tranquilo,
fue solo un sueño…