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viernes, 16 de junio de 2017

EL SANGRIENTO FINAL DE JONITA Y RENZO

Escritores Creativos Palacio Salvo 2017

ALEJANDRO ALBELA

            Dos cuerpos sin vida cayeron al agua, aquella calurosa tarde de domingo de enero, en aguas del lago del Parque Urbano. Los atónitos caminantes atestiguaron la escena pero no daban crédito a sus ojos.
             Una familia que se encontraba en uno de los botes fue la primera en llegar a ellos. En la confusión, los gritos y llantos de los niños se hicieron mas estridentes al ver que no era solo uno sino dos los cuerpos flotando en el agua.
             Segundos antes, disparos, gritos y corridas. La seguridad publica poco demoró en llegar a la escena, advertida por los paseantes. La masiva concurrencia a la playa Ramírez en el verano motivaba el refuerzo de la presencia policial en la zona y una pequeña dotación concurrió prestamente al lugar.
             El motivo del fallecimiento de ambos pronto se hizo evidente, para el juez, el médico forense y todos los allí presentes. Sendos balazos por la espalda habían cegado la vida de los dos jóvenes.
                      Pocos minutos después ambos eran transportados al depósito policial donde se efectuarían las pesquisas del doble homicidio.
             Luego, todos los testigos retomaban su camino, los niños sus juegos, los botes nuevamente surcaban al lago, y todo volvió a la calma.
            - ¡Que barbaridad! así no se puede más, fue el comentario de un señor a su acompañante esa tarde.
             El comisario Montero, a cuyo cargo se encontraba la Seccional Segunda de Policía, en la  Ciudad Vieja de Montevideo, reconoció a los dos infelices.

            Renzo Coletti, nacido en Nápoles, Italia, de 12 años de edad y Juan Domingo “Jonita” Acosta, de Montevideo, nacido en algún lugar de la capital hacía trece años. Cuarto hijo de un total de siete, el primero, familia venida desde las duras condiciones de su país con la esperanza de hacer la América. El segundo, hijo único de padre desconocido, madre cocinera en una fonda en las cercanías de la escollera Sarandí.

            Viejos habituales de la comisaria, en cuyas celdas pasaban largas horas luego de cada correría, los jóvenes vivían en la zona portuaria. Las duras condiciones de vida y el desenfado que exhibían ambos, le provocaban a Montero cierta simpatía y compasión, sentimientos que ocultaba cada vez que aparecían por su feudo rumbo al calabozo. Ambos con reiteradas entradas en la comisaria. Viajar sin pagar el tranvía, romper un vidrio de un pelotazo, deambular por las calles a horas inapropiadas, y algunas mas. Una vez el cura de la parroquia San Francisco de Asís los pescó infraganti robando el diezmo. Esto último nunca fue confirmado, ya que en su escapada, resultaron mas rápidos que el sacerdote y ciertamente las amenazas de fuego eterno no fueron suficientes para frenarlos en su carrera. Tales eran las anotaciones en el prontuario de la policía.

            Montero fue el encargado de notificar a los deudos. No fue posible encontrar a nadie a quien avisar de la muerte de “Jonita”, su madre con destino incierto por el momento. Renzo y su familia vivían en el Gran Hotel del Globo, en la calle Colón. Muchos inmigrantes pasaban por allí rumbo a diversos destinos geográficos, y de vida.

            Aquella calurosa tarde los dos amigos deambulaban por las desiertas calles. Un perro flaco y vagabundo, a cierta distancia, completaba el aburrido trío. Alguno de los dos, nunca se supo cual, tuvo la idea de hacer una escapada a la playa. Se darían un refrescante baño y de paso mirarían alguna moza linda que hubiera por allí. Quizás alguna del barrio que luego pudieran conocer.
             De la idea al hecho no pasaron mas de unos pocos instantes. Chocolate, porque así fue bautizado el nuevo amigo de cuatro patas, los siguió hasta la parada y vio, por última vez, como subían al tranvía. Debería esperar a la nochecita para reencontrarse con sus nuevos amigos. Nunca lo haría.
             Como consecuencia del intento por no pagar el boleto, el ahora dúo fue bajado a la fuerza por el motorman. Se salvaron de una visita a la comisaria porque el tranvía llevaba atraso en el horario. Los reclamos de los demás pasajeros para que se apurara en llegar a destino, ayudaron en el perdón y en la decisión del trabajador por no entregarlos. Extraña suerte tuvieron esa tarde.
             Poco les importó a Renzo y “Jonita”. Al menos unas cuantas cuadras habían avanzado ya. El resto del camino lo harían a pie. A la vuelta, seguramente lograrían viajar gratis. La cantidad de gente que se subía a los tranvías para volver de la playa ayudaría en dicha tarea.
             Cualquiera diría que la vestimenta que llevaban no era la apropiada para una tarde de playa. Infaltable boina, ya sea para proteger del frío en invierno o del sol del verano. Camisa remangada, de talle grande y pantalones gastados, con algún inevitable remiendo. Zapatos heredados.
             Reservada para los días de fiesta y de guardar ambos tenían una camisa igual de gastada y vieja, pero limpia. Rara vez se usaba, una misa de viernes santo o tal vez un desfile importante por 18 de Julio. Invariablemente despeinados, el cepillo de pelo era un artículo de uso misterioso para ellos.
             Y así, caminando llegaron a la playa Ramírez. Las lindas chicas en la playa no eran de la Ciudad Vieja pero no les importó demasiado. Luego de bañarse en las refrescantes aguas y un poco aburridos deambularon sin rumbo fijo por los senderos del parque.
             Quiso el destino que los dos amigos coincidieran en el mismo momento y lugar en que un dúo de maleantes robaba a un vendedor ambulante que ofrecía su mercadería a los paseantes del parque. Los dos rateros, de aproximadamente la misma edad y complexión física que Renzo y Jonita, se hicieron de dos naranjas, una cajilla de cigarrillos y un puñado de monedas. Escaparon raudos por el parque, siendo perseguidos por el vendedor que empuñaba un arma de fuego.

            La muerte encontró a Renzo y a Juan Domingo, sorpresivamente, en forma de bala y por la espalda. Descalzos, los pies en el agua y seguramente planeando alguna correría, con una sonrisa en la cara, y el futuro lleno de aventuras por disfrutar. Puede que la sombra de los árboles haya confundido al comerciante ahora devenido en asesino. La ropa seguramente muy similar, al igual que la edad y la complexión. En sus declaraciones, el ahora procesado, con inmensa pena, no supo explicar la situación.

            El resto es historia conocida por todos. La confesión del perpetrador, la captura de los dos rateros del parque y la congoja de la sociedad montevideana que apenas comenzaba a despertar a la modernidad del siglo XX y a sus terribles consecuencias.
             Los restos mortales de ambos fueron inhumados dos días mas tarde. Los familiares de Renzo, la madre de “Jonita” y el comisario Montero los únicos acompañantes en la ceremonia.
             Siguiendo a la distancia al reducido cortejo, Chocolate miraba la escena. Ladeando la cabeza paró las orejas, se dio media vuelta y moviendo la cola marchó en busca de nuevos amigos.
     




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