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martes, 20 de junio de 2017

NUEVE Y VEINTIDÓS

Escritores Creativos Palacio Salvo 2017
Ejercicio de valores
Christian Núñez

El reloj de la fachada marcaba  en aquel momento las nueve y veintidós. El sol comenzaba a asomarse sobre los tejados de las casas aledañas al colegio.
Desde que tenía diez años, llegaba yo hasta esa rutina cada mañana, caminando sola, saludando a los vecinos, y a mis amigas, unas acompañadas por sus madres, y otras con la misma libertad que mis padres me otorgaron en cuanto tuve la edad suficiente como para valerme por mí misma para cumplir mis obligaciones con el estudio. Además, el pueblo era de pocos habitantes, tranquilo, nos conocíamos todos, y yo era una niña vivaz, inteligente, y muy comprometida con el colegio. Por eso, cada mañana me levantaba con alegría y ansias de concurrir a esa aula en donde además de aprender, nos divertíamos como en familia.

En aquel pueblo, prácticamente no había males sociales a los que temer. Todos los adultos trabajaban honestamente, los chicos estudiaban, sin importar la clase económica. Mi familia no estaba muy mal en ese sentido. Podíamos hasta darnos el lujo de poseer un automóvil. Mis padres me educaron como hija única, con amor, buenas enseñanzas y rectitud, algo que mantuve presente en mis primeros años de adolescencia, hasta el día en que lo conocí.
Fue en un chat. Nos enviamos los primeros mensajes, al principio como amigos conociéndonos. Él en sus fotos se veía atractivo, con su pelo lacio negro, sus ojos café, y un rostro que hacía buena mezcla con el físico esbelto. El interior de su casa y su coche indicaban que estaba bien económicamente. Algo singular era que en las fotos siempre estaba solo.     

Hablar con él era divertido. Nuestras conversaciones se tornaban largas, pues cada noche me tiraba en la cama de mi habitación, y pasaba las horas "enamorándome", o al menos eso creía, de un completo desconocido, un amigo virtual. De un lado de la pantalla estaba él; decía tener veintidós años, supuestamente vivía en una ciudad cercana a mi pueblo, soltero, distanciado del resto de su familia, y con un empleo de oficinista en una empresa de no sé qué. Del otro lado estaba yo, una chica inocente de diecisiete años, rubia, carita de ángel, lindo cuerpo, y ninguna experiencia con chicos, pues mis padres me educaron para el estudio primero, y los amores  después. De igual forma, los muchachos del pueblo no me atraían, y los veía como amigos y nada más.
Pero ese tipo me había desconcertado de lo que era mi vida misma. Pensaba todo el día en él. Mis calificaciones bajaron. Mis padres creyeron que sería por la edad. Dentro de mi mente, la imagen de ese sujeto se interponía ante mis ojos, como un espejismo, y el recuerdo de sus dulces palabras escritas me atontaban en medio de la clase. Mis amigas preguntaban que me estaba sucediendo. Yo no les contaba nada. Él me había convencido de que nuestro contacto debía ser secreto. Yo, ciega de la maldad que otros podían cometer, caí en sus artimañas, creyendo cada una de sus palabras, y contándole todo sobre mí. Finalmente, mis deseos de verlo en persona estallaron, y coordinamos para encontrarnos aquella mañana de viernes de otoño, día que nunca olvidaré.

Parada sobre el patio de baldosas marrones, observaba el reloj de la torre del colegio, siempre indicando la hora exacta. Mi clase comenzaba a las nueve treinta. Tenía ocho minutos para decidirme si ausentarme atrevidamente a mis estudios, y lanzarme a la búsqueda de esos sentimientos y placeres que no había vivido nunca antes.
Mi teléfono celular sonó. Era él. Estaba en el punto de encuentro, ubicado en un extremo del pueblo donde el campo se mezclaba con las casas. Allí nadie me conocía, y al mismo tiempo, estaba lo suficientemente cerca como para no quedar sola con un extraño. Mis nervios se mezclaban con la pasión, y esa fusión desencadenó mi decisión de fugarme del colegio, no sin antes activar una función de mi teléfono celular, en la que si el mismo, o el chip se veían afectados, alertaría al teléfono de mis padres. Nunca antes había tenido motivos para usarla, pero yo, a pesar de mis ciegos deseos de verlo, no me consideraba ingenua, y mucho más si se trataba de un extranjero del pueblo.

Caminé, entusiasmada pero precavida. Había cosas que no me cerraban de él, pero aquello se suponía que sería una aventura de jovencitos, algo que mi cuerpo me estaba pidiendo. Llegué al lugar y allí estaba, apoyado sobre su automóvil rojo. En persona se veía más imponente, y él, mucho más lindo que en sus fotos. El sol a su espalda se elevaba luciendo con su luz los músculos  de aquél joven. Me acerqué tímidamente, y teniéndolo de frente descubrí que su  rostro reflejaba una expresión un tanto siniestra, en especial su mirada, la cual viajaba por todo mi cuerpo. Nos presentamos oficialmente, y sentados en el capó de coche, dialogamos, en gran parte, sobre los temas que ya habíamos conversado en el chat. Sumida en la dulzura de sus palabras y la hermosura de su rostro, me dejé convencer de dar un paseo en el automóvil por los alrededores del pueblo. Subimos, y a partir de ahí comenzó mi infierno. Las puertas se trabaron, y pisó el acelerador. Conducía como un animal, pero hasta cierto punto me estaba divirtiendo. Hacía bromas, y yo me reía a carcajadas, viendo como todo afuera pasaba velozmente.

En eso de andar a toda velocidad, el coche comenzó a  alejarse del pueblo. Sus bromas se tornaron un tanto groseras, y su rostro se transformó por completo, pasando a ser el de un pervertido. El chiste terminó cuando comenzó a conducir con una mano, y con la otra a manosearme. Pedí que se detuviera, pero se tornó agresivo. Paró el vehículo en mitad de un camino de tierra, rodeado de campo y bosques, y me golpeó con sus puños, hasta dejarme inconsciente.
Al despertar, quedé estupefacta, aterrorizada, al verme completamente desnuda, atada de pies y manos a una cama, dentro de una especie de galpón de chapas oxidadas, alumbrado en su interior casi vacío por una luz roja colgada del techo, justo sobre mí. Observé a mí alrededor, llorando, desesperada, con el mayor de los miedos que una persona puede experimentar. El piso era de tierra, y sobre él, yacían únicamente el imponente vehículo rojo, la cama, una mesa, un brasero y tres bidones de combustible. Mi captor estaba parado junto a la cama, desnudo y con la apariencia de un salvaje a punto de abalanzarse sobre su presa. Y lo hizo. Ni siquiera ahora que han pasado años me atrevo a detallar la manera en que me destrozó física, emocional y mentalmente. Borró toda la inocencia de mi persona; me convirtió en una víctima de un tormento el cual no le deseo a nadie. Esas horas sentía como si estuviera muriendo. Creí que así sería el infierno mismo. Cuando su violencia cesó, dejó tendido sobre la cama un cadáver viviente. Mi mente quedó en blanco, y deseé la muerte. Pero mi odio absoluto me dio fuerzas y esperanzas de que esa situación no llegara muy lejos. Volví a observar mí alrededor, y en lo primero que mi atención se centró fue en el brasero, ya que dentro del mismo aun humeaban los restos de mi ropa, y una mancha de plástico derretido suponía ser mi teléfono celular. Ahí sentí una sensación de euforia por ver como aquél secuestrador y  abusador sería castigado. Pero en lo segundo que mi atención se centró fue en un revólver apoyado sobre la mesa, y unas jeringas. El despiadado tomó una, y me la clavó en la pierna. Mis gritos se fueron calmando, hasta quedar completamente dormida.

En el momento no supe cuantos días habían pasado, pero luego me enteré que fueron tres, en los cuales sufrí golpizas y violaciones que me traumaron de por vida. Dolor, inyección, despertar, hambre, sed, más dolor, debilidad. Lo único que se mantenía en mi agonizante mente era la esperanza de que todo llegara a su fin, probablemente, con mi muerte. Y llegó a su fin, pero de la manera que se hizo esperar durante esos tres morbosos días.
Abrí los ojos con mis últimas fuerzas. Afuera se escuchaba el sonido del motor de un vehículo acercarse a toda velocidad. De repente, la puerta de madera del galpón voló en pedazos, dejando ingresar al vehículo rojo del secuestrador. Seguidamente, resonaron sirenas, muchas. El desgraciado descendió del coche, revólver en mano, y comenzó a rosearme con el combustible de los bidones. Intenté gritar, pero ya no tenía fuerzas para eso. Lo único que llegué a hacer en cuanto vi los fósforos en sus manos fue desmayarme, y sentir el vacío apoderarse de mí.

Desperté en un hospital, con mis padres a mi lado, y la mayoría de mis compañeros de colegio presentes en el centro médico. Sentí que había nacido de nuevo, pero al mismo tiempo, me sentí una basura, una estúpida. Había perdido mi realidad de vida de manera espantosa, y los fantasmas de aquél tormento jamás se irán de mi cabeza.
Al ser incinerado mi teléfono, el de mis padres fue alertado. El primer día, policías y vecinos rastrearon la zona, en vano. El segundo día el caso pasó a manos de inteligencia, quienes ingresaron a la base de datos de mi cuenta del chat, descubriendo de esa forma al principal sospechoso. Rápidamente, toda la policía de los alrededores se puso en búsqueda del vehículo rojo, hasta encontrarlo el tercer día, deambulando por las rutas de una zona despoblada ubicada a decenas de kilómetros del pueblo. Un profesional tirador logró abatir al maldito justo antes de amenazar con quemarme viva, aunque en ese momento parecía más un cadáver que otra cosa. De corazón, deseo que el alma de ese monstruo esté sufriendo el peor de los tormentos en el peor de los infiernos.

Tardé meses en reintegrarme a la sociedad. No salía de mi casa ni para ir al colegio. Recibía visitas de sicólogos, y evitaba la de mis amigos. Me sentía impura, una vergüenza para la sana juventud del pueblo. Al año siguiente comencé a revivir un poco, intentando disimular el profundo dolor que pende de mí ser. No tuve otra opción que retomar el año de clases que había perdido. Cuando regresé al colegio, apoyada moralmente por todos los que rodeaban, me vi parada sobre las baldosas marrones del patio, el mismo lugar en donde había tomado la peor decisión de mi vida.

El reloj de la fachada marcaba en aquél momento las nueve veintidós.

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