Responsable: Mónica Marchesky

Seguidores

martes, 20 de junio de 2017

El BICHO BARCINO

Escritores Creativos Palacio Salvo 2017



Fernando Gularte

Cuando a Israel le ofrecieron trabajar en aquella Obra, le pareció buena idea, no solo por la paga, sino también por la posibilidad de irse a un lugar agreste que le permitiría alejarse un poco de los problemas familiares. Hacía unos cuantos meses que venía discutiendo mucho con su mujer, y sus hijos no estaban de su lado, le reprochaban muchas cosas relacionadas a los deberes como padre. Quería ventilar su mente por unos meses.

Israel era un Don Juan, y cuanta mujer se le atravesaba, mujer que trataba de conquistar, aún ahora que rayaba los cincuenta y cuatro años.
Aquella mañana salió decidido en su camioneta, con termo y mate, partió tempranísimo rumbo al lugar. Debía construir, trabajando solo, una cabaña en medio del bosque, casi enfrente al Océano. Se preguntaba por qué a los ricachones les gustaba aquel tipo de excentricidades: construir una vivienda con todas las últimas novedades de la Domótica, en el medio de la nada y en otro país.

Era pleno invierno, y el viento del Polonio soplaba con ganas, muy frío y húmedo. Israel, era un hombre recio, acostumbrado al campo y en cierto modo le gustaba la vida a la intemperie, en contacto con la naturaleza. Le traía recuerdos de su infancia junto a su padre y a su abuelo. Armó su carpa iglú, y bajó las gruesas frazadas de su camioneta. Las necesitaría para las largas y crudas noches solitarias.

Deseaba reunir el dinero suficiente, para escaparse no importaba a dónde, con su amante, quince años menor. Ese mismo mediodía, cuando el débil sol invernal tocó el cenit, comenzó con la Obra. Por suerte disponía de los primeros materiales, necesarios para comenzar a trabajar. La barraca más próxima, estaba a 50 km, al final del viejo pueblo, y ya le habían entregado el pedido, en el lugar pactado. Machete de por medio, comenzó a limpiar el terreno, donde si todo iba bien, emergería la suntuosa cabaña. A lo lejos, unos zorros que estaban en el bosque, lo espiaban con recelo, aunque inofensivos.
La soledad e inmensidad del lugar, por ratos, minaban su temple. Se sentía indefenso ante la naturaleza, sintiendo una mezcla de entusiasmo y temor por estar allí. No faltaban los paisanos de su pueblo, que contaban historias y leyendas de todo tipo, desarrolladas en aquellos parajes olvidados. De todos modos, disponía de su viejo rifle Winchester calibre 22, por cualquier imprevisto.

Esa primera noche se hizo un fuego con unos troncos de acacias secos. Arriba de una parillita portátil, tiró unos chorizos, que al poco rato devoró con devoción, acompañándolos con pan fresco. Luego de varias horas de intenso trabajo, necesitaba recuperar energía.
En eso estaba cuando escuchó un aullido siniestro. Un sonido de muerte, agudo, de tortura, era más bien como el grito desgarrador de una persona a la cual estuviesen desollando viva. Ni en las peores películas de terror había escuchado aquel sonido. Muy asustado, permaneció toda la noche en estado de vigilia, abrazado a su rifle, que le daba algo más de seguridad.
Al otro día, bastante cansado por la mala experiencia nocturna, continuó su trabajo, intranquilo, nervioso. Debía cortar los enormes troncos, pilares principales de la construcción. Después tratarlos con un producto especial, recomendado por sus patrones. En la parte trasera de su camioneta disponía de las herramientas necesarias para comenzar la tarea. 

A sus espaldas, el bosque exuberante, lo observaba. Ahora no estaba tan seguro de estar solo. Decidió ir a echar un vistazo rápido. Mientras se internaba en la frondosidad del entorno, le pareció ver a lo lejos, arriba de una gran rama, a un:
¿Gato montés?, ¿Puma?, ¿Ocelote?, ¿Lobo?, ¿Jaguar?

Vio  a un bicho muy muy grande, de hocico alargado, de pelaje medio barcino. No supo distinguirlo, en parte porque el animal estaba muy bien camuflado y también porque el contacto visual fue muy efímero, ya que la bestia desapareció en un instante. Quedó asombrado por su tamaño, el cual era considerable aun estando a muchos metros de distancia. ¿Sería una alucinación? En parte, su mente no asimilaba aquella imagen. De forma evidente la relacionó con el aullido de la  noche anterior. Fue corriendo por su escopeta que había dejado en la carpa, agradeciendo que aquella especie de felino no lo hubiera atacado. Ahora sí estaba completamente asustado, sin demasiada fe para enfrentar a aquel animal, de tamaño porte y mucho menos si aparecía después, en la obscuridad de la noche. No era un cazador con experiencia y tampoco disponía de la agilidad de sus veinte.
Ya con el rifle en mano, cargado a tope y con el dedo en el seguro, avanzó entre los árboles rumbo a un pequeño riachuelo. 

Lamentó no haber llevado también el machete, el cual manejaba con destreza. Junto a la orilla divisó unas enormes huellas, como las de un león, o quizás más grandes. Pero no, no era posible. ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿Se habría escapado alguna fiera exótica del zoológico personal de algún millonario que viviese por allí, escondido de la civilización? Su cabeza confundida ya no sabía que pensar. Si bien, existían algunas casas en a unos 10 km a la redonda, la mayoría de gente acaudalada, sabía que esas residencias eran casas de veraneo, deshabitadas en esa época del año.
El aullido, la visión de la fiera atigrada y ahora las huellas, no eran casualidades. Su viejo celular, no daba cobertura en aquella zona. Debería acercarse al pueblo más cercano. Pero, ¿qué diría? Sentiría vergüenza de hacer cualquier tipo de comentario respecto a los hechos, y seguramente sería fuente de burlas por parte de los aldeanos.

Sus patrones, vivían en Buenos Aires y se comunicaban con Israel, una vez a la semana, para girarle dinero para mano de obra y materiales. Pensó en llamarlos, pero, ¿Para qué? Él necesitaba el trabajo, y seguramente sus patrones pensarían que estaría loco. Nadie le creería aquella historia de bestia y hombre lobo que aullaban por las noches.
La tarde caía, cuando decidió, en parte por el frío y en parte para soltar la mente, tomarse unos vasos de vino. Quería olvidar la mala pata de esos días, tratar de comenzar de cero, con la mente en blanco. El alcohol más de una vez lo ayudó a olvidar. Esa segunda tarde, aunque agotado, trabajó tranquilo pero a buen ritmo. Decidió luego de finalizada la jornada, dirigirse hacia el océano a ver la puesta de sol, tal como lo hacía en Arachania, tiempo atrás. El sol se ocultó bajo el mar, delante de un cielo rojizo. Sin embargo, mientras disfrutaba del instante, volvió a escuchar el horrendo alarido. ¿Qué pasaba allí? ¿A quién estaría matando la bestia?
Los pájaros habían dejado de cantar y se retiraban a sus nidos a dormir. La noche caía silenciosa e Israel volvía a pasarla mal.
Retornó a su carpa, ¿Encendería un fogón, o no? Tenía frío y hambre, pero no quería atraer a la bestia y ser desollado. Decidió cenar dos grandes refuerzos de salame y queso, acompañados del infaltable clarete que le calentaba las tripas. El cansancio le hacía cerrar los ojos, el sueño lo invadía. Recién eran las 7:00 pm, pero hacía ya más de una hora que había obscurecido. Durmió, quizás un par de horas, plácidamente. Se dio vuelta, acomodó su almohada para seguir durmiendo más a gusto, cuando escuchó el sonido de unas ramas crujientes. Exaltado, abrió lentamente la tela del iglú, alumbrando con su linterna. 

El frío lo congelaba ya que no estaba ahora tapado por las frazadas. Asomó su rostro al frío invernal, y ahí lo vio, detrás de un árbol, a pocos metros de su carpa, al costado de la camioneta. El enorme animal lo acechaba, rígido, horrible, la mirada siniestra de la muerte. Tomó su rifle, se puso un saco de lana viejo por arriba y salió ya dispuesto a disparar, pero el bicho ya no estaba. En ese instante, volvió a escuchar el aullido desgarrador de la tarde, pero ahora mucho más cercano. Jugado al todo o nada avanzó decidido a terminar con aquello. Su corazón palpitaba a mil, producto de la adrenalina descontrolada. Al caminar tomó también el gran machete, y al pasar por su camioneta encendió las luces para iluminar mejor hacia el bosque. Se dirigió al árbol, detrás del cual estaba el animal. Allí estaba, quietito, inerte, artificial, sintético. En su enorme cabeza aterciopelada, de peluche, estaba el exótico suvenir: el silbato que los mayas utilizaban en la antigüedad, para asustar a sus enemigos y víctimas, en las guerras o antes del sacrificio.


A lo lejos, dos niños muy abrigados y bien vestidos, que debieran estar dormidos ya, se alejaban a las risas, corriendo, felices de que sus travesuras surtieran tanto efecto. Sin dudas aquellas vacaciones de invierno en Uruguay, permanecerían en sus memorias por mucho tiempo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario