Escritores Creativos Palacio Salvo 2017
Fernando Gularte
Cuando
a Israel le ofrecieron trabajar en aquella Obra, le pareció buena idea, no solo
por la paga, sino también por la posibilidad de irse a un lugar agreste que le
permitiría alejarse un poco de los problemas familiares. Hacía unos cuantos
meses que venía discutiendo mucho con su mujer, y sus hijos no estaban de su
lado, le reprochaban muchas cosas relacionadas a los deberes como padre. Quería
ventilar su mente por unos meses.
Israel
era un Don Juan, y cuanta mujer se le atravesaba, mujer que trataba de conquistar,
aún ahora que rayaba los cincuenta y cuatro años.
Aquella
mañana salió decidido en su camioneta, con termo y mate, partió tempranísimo
rumbo al lugar. Debía construir, trabajando solo, una cabaña en medio del
bosque, casi enfrente al Océano. Se preguntaba por qué a los ricachones les
gustaba aquel tipo de excentricidades: construir una vivienda con todas las
últimas novedades de la Domótica, en el medio de la nada y en otro país.
Era
pleno invierno, y el viento del Polonio soplaba con ganas, muy frío y húmedo.
Israel, era un hombre recio, acostumbrado al campo y en cierto modo le gustaba
la vida a la intemperie, en contacto con la naturaleza. Le traía recuerdos de
su infancia junto a su padre y a su abuelo. Armó su carpa iglú, y bajó las
gruesas frazadas de su camioneta. Las necesitaría para las largas y crudas
noches solitarias.
Deseaba
reunir el dinero suficiente, para escaparse no importaba a dónde, con su
amante, quince años menor. Ese mismo mediodía, cuando el débil sol invernal
tocó el cenit, comenzó con la Obra. Por suerte disponía de los primeros
materiales, necesarios para comenzar a trabajar. La barraca más próxima, estaba
a 50 km, al final del viejo pueblo, y ya le habían entregado el pedido, en el
lugar pactado. Machete de por medio, comenzó a limpiar el terreno, donde si
todo iba bien, emergería la suntuosa cabaña. A lo lejos, unos zorros que
estaban en el bosque, lo espiaban con recelo, aunque inofensivos.
La
soledad e inmensidad del lugar, por ratos, minaban su temple. Se sentía
indefenso ante la naturaleza, sintiendo una mezcla de entusiasmo y temor por
estar allí. No faltaban los paisanos de su pueblo, que contaban historias y
leyendas de todo tipo, desarrolladas en aquellos parajes olvidados. De todos
modos, disponía de su viejo rifle Winchester calibre 22, por cualquier
imprevisto.
Esa
primera noche se hizo un fuego con unos troncos de acacias secos. Arriba de una
parillita portátil, tiró unos chorizos, que al poco rato devoró con devoción,
acompañándolos con pan fresco. Luego de varias horas de intenso trabajo,
necesitaba recuperar energía.
En
eso estaba cuando escuchó un aullido siniestro. Un sonido de muerte, agudo, de
tortura, era más bien como el grito desgarrador de una persona a la cual
estuviesen desollando viva. Ni en las peores películas de terror había
escuchado aquel sonido. Muy asustado, permaneció toda la noche en estado de
vigilia, abrazado a su rifle, que le daba algo más de seguridad.
Al otro
día, bastante cansado por la mala experiencia nocturna, continuó su trabajo,
intranquilo, nervioso. Debía cortar los enormes troncos, pilares principales de
la construcción. Después tratarlos con un producto especial, recomendado por
sus patrones. En la parte trasera de su camioneta disponía de las herramientas
necesarias para comenzar la tarea.
A
sus espaldas, el bosque exuberante, lo observaba. Ahora no estaba tan seguro de
estar solo. Decidió ir a echar un vistazo rápido. Mientras se internaba en la
frondosidad del entorno, le pareció ver a lo lejos, arriba de una gran rama, a un:
¿Gato
montés?, ¿Puma?, ¿Ocelote?, ¿Lobo?, ¿Jaguar?
Vio a un bicho muy muy grande, de hocico
alargado, de pelaje medio barcino. No supo distinguirlo, en parte porque el animal
estaba muy bien camuflado y también porque el contacto visual fue muy efímero,
ya que la bestia desapareció en un instante. Quedó asombrado por su tamaño, el
cual era considerable aun estando a muchos metros de distancia. ¿Sería
una alucinación? En parte, su mente no asimilaba aquella imagen. De forma
evidente la relacionó con el aullido de la
noche anterior. Fue corriendo por su escopeta que había dejado en la carpa,
agradeciendo que aquella especie de felino no lo hubiera atacado. Ahora sí
estaba completamente asustado, sin demasiada fe para enfrentar a aquel animal,
de tamaño porte y mucho menos si aparecía después, en la obscuridad de la
noche. No era un cazador con experiencia y tampoco disponía de la agilidad de
sus veinte.
Ya
con el rifle en mano, cargado a tope y con el dedo en el seguro, avanzó entre
los árboles rumbo a un pequeño riachuelo.
Lamentó no haber llevado también el
machete, el cual manejaba con destreza. Junto a la orilla divisó unas enormes
huellas, como las de un león, o quizás más grandes. Pero no, no era posible.
¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿Se habría escapado alguna fiera exótica del
zoológico personal de algún millonario que viviese por allí, escondido de la
civilización? Su cabeza confundida ya no sabía que pensar. Si bien, existían
algunas casas en a unos 10 km a la redonda, la mayoría de gente acaudalada,
sabía que esas residencias eran casas de veraneo, deshabitadas en esa época del
año.
El
aullido, la visión de la fiera atigrada y ahora las huellas, no eran casualidades.
Su viejo celular, no daba cobertura en aquella zona. Debería acercarse al
pueblo más cercano. Pero, ¿qué diría? Sentiría vergüenza de hacer cualquier
tipo de comentario respecto a los hechos, y seguramente sería fuente de burlas
por parte de los aldeanos.
Sus
patrones, vivían en Buenos Aires y se comunicaban con Israel, una vez a la
semana, para girarle dinero para mano de obra y materiales. Pensó en llamarlos,
pero, ¿Para qué? Él necesitaba el trabajo, y seguramente sus patrones pensarían
que estaría loco. Nadie le creería aquella historia de bestia y hombre lobo que
aullaban por las noches.
La
tarde caía, cuando decidió, en parte por el frío y en parte para soltar la
mente, tomarse unos vasos de vino. Quería olvidar la mala pata de esos días,
tratar de comenzar de cero, con la mente en blanco. El alcohol más de una vez
lo ayudó a olvidar. Esa segunda tarde, aunque agotado, trabajó tranquilo pero a
buen ritmo. Decidió luego de finalizada la jornada, dirigirse hacia el océano a
ver la puesta de sol, tal como lo hacía en Arachania,
tiempo atrás. El sol se ocultó bajo el mar, delante de un cielo rojizo. Sin
embargo, mientras disfrutaba del instante, volvió a escuchar el horrendo
alarido. ¿Qué pasaba allí? ¿A quién estaría matando la bestia?
Los
pájaros habían dejado de cantar y se retiraban a sus nidos a dormir. La noche
caía silenciosa e Israel volvía a pasarla mal.
Retornó
a su carpa, ¿Encendería un fogón, o no? Tenía frío y hambre, pero no quería
atraer a la bestia y ser desollado. Decidió cenar dos grandes refuerzos de
salame y queso, acompañados del infaltable clarete que le calentaba las tripas.
El cansancio le hacía cerrar los ojos, el sueño lo invadía. Recién eran las
7:00 pm, pero hacía ya más de una hora que había obscurecido. Durmió, quizás un
par de horas, plácidamente. Se dio vuelta, acomodó su almohada para seguir
durmiendo más a gusto, cuando escuchó el sonido de unas ramas crujientes.
Exaltado, abrió lentamente la tela del iglú, alumbrando con su linterna.
El
frío lo congelaba ya que no estaba ahora tapado por las frazadas. Asomó su
rostro al frío invernal, y ahí lo vio, detrás de un árbol, a pocos metros de su
carpa, al costado de la camioneta. El enorme animal lo acechaba, rígido,
horrible, la mirada siniestra de la muerte. Tomó su rifle, se puso un saco de
lana viejo por arriba y salió ya dispuesto a disparar, pero el bicho ya no
estaba. En ese instante, volvió a escuchar el aullido desgarrador de la tarde,
pero ahora mucho más cercano. Jugado al todo o nada avanzó decidido a terminar
con aquello. Su corazón palpitaba a mil, producto de la adrenalina
descontrolada. Al caminar tomó también el gran machete, y al pasar por su
camioneta encendió las luces para iluminar mejor hacia el bosque. Se dirigió al
árbol, detrás del cual estaba el animal. Allí estaba, quietito, inerte,
artificial, sintético. En su enorme cabeza aterciopelada, de peluche, estaba el
exótico suvenir: el silbato que los mayas utilizaban en la antigüedad, para
asustar a sus enemigos y víctimas, en las guerras o antes del sacrificio.
A lo
lejos, dos niños muy abrigados y bien vestidos, que debieran estar dormidos ya,
se alejaban a las risas, corriendo, felices de que sus travesuras surtieran
tanto efecto. Sin dudas aquellas vacaciones de invierno en Uruguay,
permanecerían en sus memorias por mucho tiempo.
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