CUANDO LA VIDA NOS HACE BAJAR LA MIRADA
“La memoria, esa forma de olvido, que
retiene el formato, no el sentido”
Jorge Luis Borges
Vine
a este país a restañar mi vida. Mi hermano, Aldo, dejó Italia antes de
la guerra. Es mi única familia. Sentada al borde de la piscina mi alma
se ha lavado. Escondo la cabeza bajo la sombrilla. El sol acaricia mi
resto. Los recuerdos se asoman cada tanto y me vichan. El equilibrista
arrinconó al monstruo de la pérdida de un hijo. Ilusión.
La
impresora escupe lo que está grabado. Noche del 15 de febrero de 1944:
llegan los paracaidistas alemanes a Montecasino. No ocupan el
monasterio. Refugio seguro. Gran burbuja que recibe a los hambrientos de
paz. Noche agujereada por silbidos luminosos que florecen en estruendo.
Destrucción.
No he vuelto a formar una familia. Con Aldo no puedo hablar de la guerra. Agujero negro de mi vida. No entiende mi mutilación.
Cielo
filtrado por el polvo y techos que vuelan. Suelo escupiendo ruinas.
Recobro el conocimiento: Girolamo mueve sus bracitos y piernas en alarde
de vida. Desolación. Me arrastro y me incorporo. Una mano se ha
integrado a un bloque de piedra. Una mujer intenta avanzar entre los
escombros. Intención. Le grito. No me oye. Aprisionado por una viga
descubro a un niño: ojos esmerilados. Me acerco y expira. Miro a mi hijo
mientras un hombre escarba con desesperación. Se arrodilla y besa algo.
Las ramas quebradas de un olivo, gallina que nos cobija. Girolamo se ha
dormido. Beso su cabecita. Desesperación. La gente ha perdido su
corporeidad. La claridad se insinúa: el negro tiende al
dorado-blanco-rosado.
Acá el sol es distinto. Están vacíos de recuerdos. El aire no tiene rugidos: los edificios no tiemblan de miedo.
Los
robots ocupan las ruinas. Cruzo entre las sombras de la pendiente. Mi
niño llora de hambre. Una granja inunda mis ojos. Mi pensamiento se
dispara en ríos de leche: me acerco y el espejismo desaparece. La granja
ha sido abandonada. Perros sin fuerza para luchar mordisquean las
vísceras de una vaca que se seca al sol. Continúo el camino. Girolamo,
cansado de llorar, se duerme.
Sofía arregla las mesas. El hambre no desfloró su alegría. Su niño le abraza las piernas. Ella le hunde las manos en los rizos.
Un
desfiladero de paredes blanquísimas y sin cielo nos coloca en el portón
de nuestra villa. Todo en ruinas. Al viento no lo amansan los vidrios.
Una bomba se zambulló en la piscina. Puertas acostadas. Ventanas
arrancadas. Entro al cadáver de mi casa: miro los restos empolvados del
sillón verde. Almohadones que estallaron en un júbilo de plumas de
ganso. Bajo la mirada. Las manos del sol acarician el piso de madera.
Por debajo del otro sillón avanzan pequeñas volutas de ceniza. Girolamo
llora de hambre. Comienza a nevar. La fiebre lo asalta y a la madrugada
me abandona. Alienación. La vida me hace bajar la mirada. Cavo la
pequeña fosa debajo de un Sakura. Lo beso por última vez.
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