Escritores Creativos Palacio Salvo 2017
Alejandro Albela
El reloj de la fachada marcaba en aquel momento las nueve y veintidós minutos.
Alberto Gómez Funes, muerto en un minuto, de elegante traje, engominado e igual
de dispuesto a la pelea como a las mujeres, su cuerpo inerte tendido en el
piso, y un charco de sangre. El olor de la pólvora aún en el aire, el arma
homicida tirada en el piso de mármol. El matador prófugo de la policía y de los
testigos que apenas atinaron una reacción al observar la escena.
Muchos años de enemistad lo habían distanciado de su otrora amigo y compinche,
Pedro Odriozola. De padres inmigrantes, alto, casi analfabeto y dispuesto a la
vida tal como su amigo, Odriozola era amante de la buena vida, del dinero fácil
y de las mujeres de igual condición.
Muy atrás habían quedado los días de malandraje, bebida y naipes en los bares
del bajo. Noches de historias compartidas habían hecho de ellos personajes
inseparables. Famosos por su pinta y su galantería, se habían forjado a fuerza
de alcohol, cigarros y no siempre bien habidos billetes, una reputación entre
la clientela de “El Riazor”, conocido bar de aquellos tiempos.
La noche lluviosa y fría, los escasos coches a motor y carruajes recorrían las
exiguamente iluminadas calles, apurando el paso sobre el empedrado. Odriozola,
mortalmente herido, escondido en un oscuro zaguán, anhelando un último
cigarrillo. Su cabeza nublada por la pérdida de sangre y el alcohol.
Los testigos del hecho, señalaron a la guardia civil la probable vía de escape
del matador de Gómez Funes. A pie, unos cuantos batían las calles del bajo en
busca del prófugo.
Un rastro de sangre lo delataba. El rápido y filoso cuchillo de Gómez Funes le
había hendido el abdomen, respuesta aquella justa y necesaria. El oprobio que
le había propinado su viejo amigo lo justificaba.
El encuentro pareció casual e imprevisto. Aquellos que presenciaron el momento
cuentan a este cronista que las respiraciones se vieron contenidas, las cabezas
giraron hacia nuestros protagonistas, las conversaciones cesaron y toda la
atención se centró en los dos hombres. Únicamente la orquesta, ajena a los
hechos, continuó con sus quehaceres, sin inmutarse. Los acordes de las milongas
nunca cesaban en los cabarets del bajo, no lo iban a hacer ahora por el
encuentro de dos viejos amigos.
Gómez Funes sentado en una mesa, dos hombres y tres coperas de la casa, lo
acompañaban Cigarrillos y barajas como pasatiempos. El alcohol, generoso, riega
la mesa.
Odriozola, avisado de antemano de las circunstancias, entró al amplio lugar. El
piso de mármol blanco brillante. Las luces iluminando tenuemente el ambiente.
Un gran salón central de baile, mesas de madera rodeando el mismo, una barra de
expendio de bebidas, mesada de mármol, espejo al fondo, donde se exhiben
generalmente los licores y el infaltable humo del tabaco, próximos testigos de
los hechos.
Una fugaz mirada bastó para que se reconocieran. Un destello en los ojos de
ambos indicó a todos los presentes los hechos que se avecinaban. El inevitable
desenlace de la escena, el cuchillo de uno y el revólver del otro.
Empuñando un arma de fuego, el recién llegado enfrentó a su ex amigo. Los
hombres discutieron y se amenazaron, se enfrentaron de palabra. Los
acompañantes de ambos se apartaron para hacer lugar a la pelea.
La hoja del cuchillo del difunto brilló bajo las luces del salón de baile y
silbando viajó hacia su blanco. Al mismo tiempo, una bala cruzó el aire hacia
el suyo.
Los dos hombres se hirieron simultáneamente. El muerto al piso. El matador de
pie atinó a dar la vuelta y tomándose el abdomen para cerrar la herida y
contener la hemorragia salió hacia la húmeda y oscura noche.
Escapar hacia la derecha o hacia la izquierda no hacía la diferencia. Ya sabía
Odriozola que poco le quedaba de vida. Muchas veces había sido testigo de esto,
en cuerpos ajenos, de mano y acero propios. Buscó refugio de la lluvia y de la
policía que advertida por los testigos ya estaba llegando a la escena del
crimen.
Agazapado
en el zaguán, desangrándose y anhelando un último cigarro, Odriozola, muerto en
un minuto, exhalo por última vez. Un perro pasó, olfateó el olor a muerte y
continuó su camino.
El reloj de la fachada marcaba en aquel momento las nueve y veintidós minutos.
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