Escritores Creativos Biblioteca Ernesto Herrera
El viejo castillo
conservaba muy poco de su antiguo esplendor. Enclavado en lo alto de una
montaña, con el mar rugiendo a sus pies, presentaba un aspecto tétrico. Las ventanas
salidas de sus goznes golpeaban contra la apolillada madera de sus marcos, las
puertas batían sin cesar los embates del viento que se colaba por las
abundantes aberturas y el piso rechinaba como si pasaran por él, pies de
distintos tamaños. Sin embargo, no estaban del todo aislada, pues, a prudente
distancia, se hallaba unja residencia que estaba habitada por humanos dueños,
unos simpáticos ancianos que se habían negado a abandonarla.
La familia Wilson,
compuesta por el matrimonio y su vieja ama de llaves, salió del destartalado
ropero donde dormían para hacer sus correrías nocturnas. Era medianoche, los
truenos retumbaban y las luces que se encendían en el cielo eran las delicias
de estos fantasmas, antiguos habitantes del castillo.
Utilizaban las
deshilachadas cortinas para cubrir sus siluetas difusas y se asomaban como
siempre a la ventana. Sentían el placer de asustar a la Sra. Smith, su cercana
vecina, puesto que, a raíz de la tormenta, su casa permanecía a oscuras.
Su marido como de
costumbre se acostaba tranquilamente, pero la señora encendía una vela y su luz
titilante hacía que mirara cada vez con más terror hacia el castillo y viera
danzar tres figuras apenas insinuadas rodeadas por multitud de murciélagos,
también habitantes del castillo posados sobre sus cabezas. No podía dejar de
mirar hacia allí y a ello se agregaba el sonido estrepitoso de las ollas que a
modo de improvisado tambor, hacían batir para acrecentar el temor de la buena
señora.
La desdentada loca del
ama de llaves, sonreía con deleite de ver que una vez más, los coches policiales
se marchaban de la casa de enfrente, convencidos sus conductores de que la
pobre Sra. Smith estaba tan vieja que no podía dejar de delirar.
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