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Walter Ferrarese
Se acercaba la tormenta, la tarde
estaba cada vez más pesada. El cielo parecía desplomarse. Los pescadores se
apresuraban a volver con sus embarcaciones cargadas de pescado que venderían en
el pueblo más cercano.
Vivían todos en una comunidad de
casitas modestas, levantadas con su propias manos, con piedras de los montes
cercanos.
Era una vida dura. Un día apareció
un cura, que llegó como un caminante, solo con una mochila al hombro. Fue bien
recibido y con su ayuda y con las mismas piedras, levantaron una pequeña
capilla. El techo de la misma fue comprado y colocado entre todos los
habitantes. Ahí se celebraban todos los acontecimientos del pueblo: bautismos,
bodas, etc. Era el lugar de reunión social.
Cuando llegó la tormenta, todos
pensaron que sería como otras, a las que estaban acostumbrados, pero esta era
la peor. El huracán se abatió sobre el poblado, destrozando todo lo que había a
su paso. El techo de la capilla fue uno de los primeros en volar. Cayeron las
paredes y también el pequeño altaar.
Cuando pasó la tormenta y como
testigo del desastre, quedo un crucifijo roto. Aquel que había traído el cura,
y que era la única imagen de la capilla.
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