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lunes, 25 de julio de 2016

UN CRUCIFIJO ROTO

CARLA
Escritores Creativos Casa de los Escritores del Uruguay 2016


Pablo Silva

            Aún siento el frío de su aliento en mi nuca, recuerdo cada detalle de aquella tarde, la forma en la que me miró a los ojos mientras cruzaba.
            La conocí un invierno, en el patio del colegio. Su pelo parecía una cortina oscura suspendida sobre sus hombros, inmóvil. Como mis pupilas mientras la veía. Creo que me enamoré de ella solo por eso, aunque después, cuando la vi de cerca y aprecié su cara blanca y pecosa, de ojos amarillos inquietos, quedé sumergido. Era chico, pero lo suficientemente grande como para entender que algo en esa mirada estaba mal, y que su sonrisa era sostenida por palillos invisibles. Pero nada de eso me importaba, quería conocerla.
            Le hablé al otro día, en medio de la misa, y nos hicimos amigos.
            –Aburridísimo –. Dije. Ella ahogó su risa. Y eso fue todo.
La tarde siguiente, la chica de los ojos amarillos me habló. Me dijo que se llamaba Carla, y que no se llevaba bien con ninguna de las chiquilinas de la clase. Le dije que la entendía, a mí tampoco me caían bien. No le mentía, me parecían estiradas y forzadas, niñas en punta de pies, estirándose para alcanzar la adultez, sin darse cuenta lo bueno que era quedarse, todo lo que pudiesen, en el mundo de los niños. Pero Carla era diferente. Divertida y sincera, no le molestaba jugar conmigo al fútbol, o perderse con sus muñecas a escondidas. Ella no intentaba ser adulta, no escapaba.
Pero un día, dejé de verla.
            Fueron, si mal no recuerdo, dos meses. Noté que casi me había olvidado de su cara al volver a verla en el recreo. Estaba cabizbaja y con un ojo vendado. Cuando fui a hablarle salió corriendo, e hizo eso mismo por semanas, hasta que parece que se cansó de escapar. Pero tampoco me habló. Sin embargo no me rendía, de a poco me le acercaba con una pelota, un alfajor, o un chiste. Cerca de las vacaciones de julio volvimos a jugar juntos, como si nada hubiese pasado.
            Estaba curioso, pero nunca se me ocurrió preguntarle que sucedía, aunque sin dudas la veía cambiada.  Su pelo estaba más corto, sus ojos más apagados, y su cabeza casi siempre baja. Llevaba, como todos en el colegio, un crucifijo de madera, pero el suyo estaba partido en dos, dejándolo en la forma de una extraña T invertida. Ahora la razón me resulta evidente, el recuerdo de su ojo lastimado, pelo corto, postura defensiva y su crucifijo roto.
Cada tanto recaigo en el deseo de viajar al pasado y sacudir de los hombros o mi yo preadolescente, aun sabiendo que no tuve la culpa de nada.
            Pero la verdad era que aunque apenas la conocía, y seguramente nunca estuvo bien, Carla empeoraba mes a mes. Cada tanto faltaba una o dos semanas y volvía más retraída. A veces con su uniforme algo más gastado y casi siempre con algún pedacito menos de madera en el crucifijo, que cerca de fin de año, pensé que estaba por desaparecer. Pero nunca lo vi irse del todo. La última vez que supe de ella fue en el paseo de cierre de cursos, cuando almorzábamos en una plaza frente a la catedral. La sentí acercarse por atrás como una brisa, gritándome algo, muy contenta. No la entendí, pero cuando me di vuelta ella ya estaba corriendo camino a la calle, sonriendo, llenando sus cachetes de pecas, y con ojos de media luna. Cruzó en roja, a propósito, y yo no entendía nada. Ahora, de viejo, apenas lo entiendo. Sé que la llevaron al hospital, pero no supe más de ella, y al día de hoy, muchos años después, cada tanto la busco sin encontrarla.
            Lo único que me queda de su recuerdo son esos últimos momentos, cuando corrí a la calle para seguirla y una monja me agarró de los hombros, justo antes que saltase al cordón, mientras llegaba a alcanzar, con la punta de mi dedo índice, lo que quedaba del crucifijo de Carla, tirado en el pedregullo, de cara a la calle. Bien lejos de ella.

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