CARLA
Escritores
Creativos Casa de los Escritores del Uruguay 2016
Pablo Silva
Aún siento el frío de su aliento en mi nuca, recuerdo
cada detalle de aquella tarde, la forma en la que me miró a los ojos mientras
cruzaba.
La conocí un invierno, en el patio del colegio. Su pelo
parecía una cortina oscura suspendida sobre sus hombros, inmóvil. Como mis
pupilas mientras la veía. Creo que me enamoré de ella solo por eso, aunque
después, cuando la vi de cerca y aprecié su cara blanca y pecosa, de ojos
amarillos inquietos, quedé sumergido. Era chico, pero lo suficientemente grande
como para entender que algo en esa mirada estaba mal, y que su sonrisa era
sostenida por palillos invisibles. Pero nada de eso me importaba, quería conocerla.
Le hablé al otro día, en medio de
la misa, y nos hicimos amigos.
–Aburridísimo –. Dije. Ella ahogó
su risa. Y eso fue todo.
La tarde siguiente, la chica de
los ojos amarillos me habló. Me dijo que se llamaba Carla, y que no se llevaba
bien con ninguna de las chiquilinas de la clase. Le dije que la entendía, a mí
tampoco me caían bien. No le mentía, me parecían estiradas y forzadas, niñas en
punta de pies, estirándose para alcanzar la adultez, sin darse cuenta lo bueno
que era quedarse, todo lo que pudiesen, en el mundo de los niños. Pero Carla
era diferente. Divertida y sincera, no le molestaba jugar conmigo al fútbol, o
perderse con sus muñecas a escondidas. Ella no intentaba ser adulta, no
escapaba.
Pero un día, dejé de verla.
Fueron, si mal no recuerdo, dos meses. Noté que casi me
había olvidado de su cara al volver a verla en el recreo. Estaba cabizbaja y
con un ojo vendado. Cuando fui a hablarle salió corriendo, e hizo eso mismo por
semanas, hasta que parece que se cansó de escapar. Pero tampoco me habló. Sin
embargo no me rendía, de a poco me le acercaba con una pelota, un alfajor, o un
chiste. Cerca de las vacaciones de julio volvimos a jugar juntos, como si nada
hubiese pasado.
Estaba curioso, pero nunca se me ocurrió preguntarle que
sucedía, aunque sin dudas la veía cambiada.
Su pelo estaba más corto, sus ojos más apagados, y su cabeza casi
siempre baja. Llevaba, como todos en el colegio, un crucifijo de madera, pero
el suyo estaba partido en dos, dejándolo en la forma de una extraña T
invertida. Ahora la razón me resulta evidente, el recuerdo de su ojo lastimado,
pelo corto, postura defensiva y su crucifijo roto.
Cada tanto recaigo en el deseo
de viajar al pasado y sacudir de los hombros o mi yo preadolescente, aun sabiendo
que no tuve la culpa de nada.
Pero la verdad era que aunque apenas la conocía, y
seguramente nunca estuvo bien, Carla empeoraba mes a mes. Cada tanto faltaba
una o dos semanas y volvía más retraída. A veces con su uniforme algo más
gastado y casi siempre con algún pedacito menos de madera en el crucifijo, que
cerca de fin de año, pensé que estaba por desaparecer. Pero nunca lo vi irse
del todo. La última vez que supe de ella fue en el paseo de cierre de cursos,
cuando almorzábamos en una plaza frente a la catedral. La sentí acercarse por
atrás como una brisa, gritándome algo, muy contenta. No la entendí, pero cuando
me di vuelta ella ya estaba corriendo camino a la calle, sonriendo, llenando
sus cachetes de pecas, y con ojos de media luna. Cruzó en roja, a propósito, y
yo no entendía nada. Ahora, de viejo, apenas lo entiendo. Sé que la llevaron al
hospital, pero no supe más de ella, y al día de hoy, muchos años después, cada
tanto la busco sin encontrarla.
Lo único que me queda de su recuerdo son esos últimos
momentos, cuando corrí a la calle para seguirla y una monja me agarró de los
hombros, justo antes que saltase al cordón, mientras llegaba a alcanzar, con la
punta de mi dedo índice, lo que quedaba del crucifijo de Carla, tirado en el
pedregullo, de cara a la calle. Bien lejos de ella.
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