Integrante de Escritores Creativos Comuna 6
María Celeste Medina
Sabía que el ballestrinque era
el mejor para el trapecio. En una noche de tempestad, la vela mayor había
permanecido atada gracias a la fortaleza de la soga y a la seguridad del nudo.
Tironeando la gruesa
cuerda se balanceaba el columpio más pequeño.
Allí, Rosalina luciría su destreza. Giraría con las gráciles piruetas de sus
tobillos flexibles y se sostendría pendiendo de cordeles invisibles en el aire,
según la mirada hipnotizada del público
del circo.
Magdalena acarició la tabla
pulida. Soñó sus pies pequeños tocando apenas la madera, deslizándose sin peso,
y con un fuerte y rápido envión, sentirlos volar hacia el trapecio mayor,
aferrándose de nuevo, para atrapar otra
cuerda y regresar, indefinidamente. Lo hacía antes, entre los palos del barco.
Recorría los mástiles, desde el trinquete, pasando por el mayor hasta llegar al
mesana.
Hubiera seguido así la vida
entera, pero su padre murió, y con él, los recorridos entre mares, los muelles
y las playas siempre nuevas y desconocidas.
El dueño del circo la recogió.
Menuda, rubia, de expresivos ojos azul verdoso, sería la pequeña
sirvienta-muñeca, digno regalo de la malcriada Rosalina.
Aprendió a leer, a escribir y a
entender varios idiomas alcanzando la tinta y limpiando las plumas de escritura
de Rosalina y de la costurera del circo, convertida en institutriz.
Se acostumbró a los insultos y
humillaciones de su dueña, sintiéndose el juguete por el que la habían tomado
al darle reprochada comida, siempre interrumpido descanso y ropas de segunda mano.
Rosalina no cesaba de aumentar su propia
autoestima tratando de disminuir la de Magdalena. Con frecuencia le comentaba
la importancia de su espectáculo para la recaudación del circo, la sin par
alabanza de los aplausos y la maravilla de sus acrobacias, todas producto de su
talento.
Magdalena comprobó que las
denostaciones aumentaron cuando fue descubierta probando escondidas acrobacias,
el circo vacío a la hora quieta de la siesta. Su carácter de adolescente no
había cambiado del de niña cuando llegó al circo. Ya lo había formado el mar:
apacible en la superficie sonriente de las olas al abrazo de la brisa, apasionado en la profundidad, recio y tenaz.
Ante los reproches de Rosalina, recordándole
la inferioridad de su condición y trabajo, Magdalena escondió el enojo, lo
transformó en esperanza y fortaleza.
Ella amaba el riesgo del
trapecio, la comunión con los animales en la soledad y la prisión y sobre todo,
la posibilidad de conocer nuevas gentes, cuyos pensamientos trataba de
desentrañar.
No cesaba de asombrarse de la
variedad de concepciones de la vida, según la geografía, la economía o la
historia de cada sociedad que descubría en cada suelo, hogar transitorio.
A pesar de ello, eran más
fuertes sus sueños de ser libre y valorada.
Esa mañana habían desfilado con
rimbombancia por la calle principal del pueblo el gigante de los zancos
altísimos, el traga fuegos y la mujer barbuda. Hasta la rugiente pantera fue
exhibida ante la mirada interesada de la gente, agolpada en las calles. Esa
noche era muy especial. La economía del circo comenzaba a tambalearse.
Un empujón de Rosalina la había hecho caer sobre
una filosa piedra .El miedo al ver tanta sangre expulsada por el profundo corte
atemorizó al dueño del circo, quien la condujo al hospital del pueblo. Se
encontraba con la pierna extendida y amortajada de vendas. Lamentaba no haber podido asistir esa
noche al esperado estreno ni haber
alcanzado a anudar los soportes del trapecio.
No confiaba en la destreza ni
en la responsabilidad del joven pelirrojo que alardeaba habilidades en
presencia de Rosalina, más atenta a los músculos del mancebo que a su seriedad en el trabajo.
Conversaba con alguna
dificultad en su recién aprendido ruso con el hijo de una elegante señora allí
internada, quien compartió con generosidad
su habitación, al no haber camas disponibles en las derruidas salas de uso
popular. El joven, vestido con ropas de buen gusto y calidad, atendía con
embeleso las historias marinas de Magdalena. A través de sus palabras, los
delfines se asomaban a la superficie de mares templados, los corales
disimulaban su colorido en las tormentas tropicales, las ballenas emigraban a
parir las crías.
Una enfermera de cofia muy
almidonada entró sofocada a la sala. Por todo el pueblo circuló la noticia de
la tragedia y los heridos estaban siendo trasladados al hospital.
El nudo de la cuerda principal
del trapecio, la que sostenía desde el centro, allá arriba, como desde el
mástil mayor de una nave, todo el entramado del complicado sistema, se había
deshecho. La cuerda había resbalado, libre de la contención que sobre sí misma
le brindaba el nudo.
Rosalina fue a dar, con la
clavícula fracturada, la boca cerrada por los dientes perdidos y el orgullo
desbordando en abundantes lágrimas, a la cama colocada al lado de Magdalena. De
reojo, miraba la pierna de su vecina y se tragaba su concepción de la jerarquía
de las personas y de los trabajos.
HAIKU
Tu eterna ausencia,
Ola olvidada
Sal de rocío
Piedras de escarcha
Llora la flor de frío
Pinceles de olas
Pintan en la arena
Espuma de agua
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