Escritores Creativos Biblioteca Ernesto Herrera
Rosa Cimbler
Esperaba con mucha ansiedad el comienzo de mi licencia anual.
Habíamos acordado con
Walter que ambos la pediríamos a mediados de noviembre. Como trabajábamos desde
hacía varios años en dos empresas donde nos desempeñábamos eficientemente en
cargos de importancia, descontábamos que nos sería concedida sin dificultades.
Nuestros hijos, adultos
jóvenes eran independientes, así que estas vacaciones eran sólo de Walter y
mías.
Hacía un mes que él
había comprado un paquete para vacacionar en Florianópolis y aunque ya
conocíamos el lugar, las playas de Brasil nos encantaban a ambos.
El verde de la
vegetación, las arenas muy blancas y un paisaje privilegiado de morros en cuyas
laderas se recortaban humildes casitas, lograban conquistar numerosos turistas.
Viajamos en un ómnibus
de EGA durante dieciocho horas. El cansancio nos ganaba pero a pesar de ello,
el día de nuestra llegada acomodamos nuestro equipaje en la espaciosa
habitación del Hotel.
Nos interesaba más que
la vida nocturna, disfrutar de la exuberante naturaleza.
Al día siguiente, luego
del desayuno y provistos de dos reposeras que nos prestaron, fuimos a la playa
que distaba unas cinco cuadras. Me había protegido con crema protectora ya que
el dermatólogo me había alertado de que debía hacerlo treinta minutos antes de
la exposición. Recordaba sus palabras:
-Sea
cauta. Cuídese del sol, evite ir entre 11 y 17 hs. A pesar de ello, ya eran
casi las 11.
-Walter,
nos quedaremos solo un rato –le dije.
-De
acuerdo –contestó mientras buscaba en el bolso el libro de Stephen King.
Decidí embadurnarme de
nuevo asustada por la incidencia cada vez mayor del cáncer de piel.
Tomé el frasco de crema
y vertí una generosa cantidad en mi mano derecha. De inmediato sentí el aroma
de coco y papaya en mis narinas. Con delicadeza cubrí mi mi rostro, luego
hombros, pecho, brazos y abdomen. No olvidé muslos y pantorrillas.
El rostro de mi esposo
quedaba oculto detrás del libro en cuya carátula con caracteres dorados en
relieve decía: “La carretera”.
De pronto al levantar
la vista, lo vi. Un ejemplar de macho brasileño cuya imagen me impactó. No solo
poseía un físico privilegiado que seguramente unía lo genético con el trabajo
rutinario para mantenerlo y mejorarlo.
También una mirada
cálida en sus ojos color café y una boca sensual de sonrisa fácil. Éste “vecino”
sin duda, me había movido la estantería. Me sonrió y yo le devolví la sonrisa. Fue
un momento mágico y para la tranquilidad de mi pareja, solo quedó allí.
Si bien amaba a mi
esposo, mi ego de mujer todavía deseable,
me dominó. Walter ni siquiera advirtió aquello, pero yo volví al Hotel
renovada, ya que constaté que aún podía despertar admiración en el sexo
opuesto.
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