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domingo, 10 de mayo de 2015

¡ADIÓS AL STRESS!

Escritores Creativos Biblioteca Ernesto Herrera
María Cristina Bossio

Rezaba un cartel en el planta baja del edificio de la otra cuadra. Me llamó la atención y le pregunté al conserje de qué se trataba.
Me hizo entrar y de paso fui a visitar a mi amiga María, del noveno piso.

-Hoy no hay ascensor –me dijo el conserje.- Se rompió y no sabemos cuándo lo podrán arreglar, cuesta mucha plata y los consorcios no quieren gastar ni un peso más.


Me dispuse a subir la escalera. Cuando llegué al tercer piso, casi  sin aliento, encontré en el rellano de la escalera un sofá, una mesa, un jarrón con flores, un caso con agua y una ventana abierta por dónde entraba la luz de la mañana.
Un viejito amoroso me dio los buenos días y me dijo si quería tomar asiento. Disfruté su compañía y seguí subiendo.
Cuando llegué al sexto piso, me faltaba el aire pero me tranquilizó ver la misma escena anterior. Allí había dos ancianos jugando a las cartas. Tomé asiento y me contaron que ahora se veían las caras, ahora sabían los nombres de los otros vecinos. Ahora las personas mayores salían al pasillo a hacer ejercicio y andar. “Hablamos más unos con otros”, me dijeron.

Además me contaron que entre los más jóvenes había surgido la idea de ayudar a los animales que quedaban solos y ladraban todo el tiempo, molestando a los demás.
Los inquilinos de común acuerdo les dejaban a sus mascotas durante el día “en custodia”. Los perros estaban bien cuidados por la gente joven que se alternaban unos con otros para llevar adelante la tarea. Los perros no solamente comían y bebían sino que socializaban con los otros perros de la comunidad. Algo parecido sucedía con los gatos que ya no se suicidaban tirándose de los pisos más altos.

Es una auténtica revolución de solidaridad –pensé.
Llegó un momento en que ya no se acordaban de que existía el ascensor. A quienes tenían exceso de colesterol en sangre, les bajó. Quienes tenían unos kilos de más, adelgazaron. A los niños les abrió el apetito. Todos aquellos que pudieron subir y bajar se sintieron más fuertes, más animados, con más vitalidad.

A los cuatro meses el ascensor ya estaba arreglado ¡Por fin! Exclamaron los que celebraron poder subir y bajar más cómodamente.
Entonces los vecinos dejaron de verse. Otra vez las articulaciones volvieron a doler, pero el ascensor funcionaba perfectamente.

Por un momento pensé que había conocido el mundo al revés.

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