Escritores Creativos Biblioteca Ernesto Herrera
María Cristina
Bossio
Rezaba un cartel en el
planta baja del edificio de la otra cuadra. Me llamó la atención y le pregunté
al conserje de qué se trataba.
Me hizo entrar y de
paso fui a visitar a mi amiga María, del noveno piso.
-Hoy no hay ascensor –me
dijo el conserje.- Se rompió y no sabemos cuándo lo podrán arreglar, cuesta
mucha plata y los consorcios no quieren gastar ni un peso más.
Me dispuse a subir la
escalera. Cuando llegué al tercer piso, casi
sin aliento, encontré en el rellano de la escalera un sofá, una mesa, un
jarrón con flores, un caso con agua y una ventana abierta por dónde entraba la
luz de la mañana.
Un viejito amoroso me
dio los buenos días y me dijo si quería tomar asiento. Disfruté su compañía y
seguí subiendo.
Cuando llegué al sexto
piso, me faltaba el aire pero me tranquilizó ver la misma escena anterior. Allí
había dos ancianos jugando a las cartas. Tomé asiento y me contaron que ahora
se veían las caras, ahora sabían los nombres de los otros vecinos. Ahora las
personas mayores salían al pasillo a hacer ejercicio y andar. “Hablamos más
unos con otros”, me dijeron.
Además me contaron que
entre los más jóvenes había surgido la idea de ayudar a los animales que
quedaban solos y ladraban todo el tiempo, molestando a los demás.
Los inquilinos de común
acuerdo les dejaban a sus mascotas durante el día “en custodia”. Los perros
estaban bien cuidados por la gente joven que se alternaban unos con otros para
llevar adelante la tarea. Los perros no solamente comían y bebían sino que
socializaban con los otros perros de la comunidad. Algo parecido sucedía con
los gatos que ya no se suicidaban tirándose de los pisos más altos.
Es una auténtica
revolución de solidaridad –pensé.
Llegó un momento en que
ya no se acordaban de que existía el ascensor. A quienes tenían exceso de
colesterol en sangre, les bajó. Quienes tenían unos kilos de más, adelgazaron. A
los niños les abrió el apetito. Todos aquellos que pudieron subir y bajar se
sintieron más fuertes, más animados, con más vitalidad.
A los cuatro meses el
ascensor ya estaba arreglado ¡Por fin! Exclamaron los que celebraron poder
subir y bajar más cómodamente.
Entonces los vecinos
dejaron de verse. Otra vez las articulaciones volvieron a doler, pero el
ascensor funcionaba perfectamente.
Por un momento pensé
que había conocido el mundo al revés.
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