CAMILLE
Celia
Pierina Gola
Oh Musa, cuéntame la historia de aquella joven que
obsesionada por la fama, se alimentó de aire y agua, persiguió su sombra y
vació su alma. Oh Calíope, guía mi mano a través de las frases para poder
atestiguar semejante barbaridad.
Camille era una
chica de las que pasan desapercibidas, de ánimo humilde y personalidad
tranquila. Jamás se enojaba ni perdía la cordura. Su sonrisa era la carta de
presentación. Su debilidad, la comida.
Amaba comer; el
aroma de las salsas la extasiaban; el sonido de las ollas le daban seguridad y
el poder distinguir cada ingrediente de un plato la hacía única. Cada situación
merecía siempre un bocado… se veía a si misma como “critica de platos”… y todo iba
bien hasta que la adolescencia la
alcanzó y su cuerpo se convirtió en el centro de atención de los varones.
El estándar de
belleza consistía en un cuerpo tónico y delgado, una piel bien humectada y un
vestuario de serie americana. Obviamente, si bien no era gorda, Camille era de
formas blandas y suaves. Su ropa se reducía a un pantalón deportivo y remera
suelta. Le gustaba la comodidad y no podía comprender cómo sus compañeras se
levantaran dos horas antes a prepararse para el liceo.
La tortura
comenzó una mañana de noviembre, hacía frío y se prestaba para unos chocolates.
Ella entró a clases y se encontró, sobre su banco, una caja de bombones. No
podría haber estado más feliz, ¡adoraba el chocolate!
“Si nos comes, rodaras en lugar de caminar”.
La nota amarilla
patito pegada en el interior de la caja la miraba interrogando su reacción. Cerró
la caja, miró alrededor y salió de la clase. Risas la inquietaron.
Insistentemente su celular comenzó a vibrar y fotos de ella “picoteando algo”
invadieron la pantalla. Corrió al baño y ni bien entró leyó en el espejo:
“La gorda Camille no se aguanta ni su propio peso”.
Camille, que
siempre había sido adorable, no entendía tanta maldad. Se observó en el espejo,
respiró profundamente. Sus ojos inundados le devolvieron una mirada vacía. Se
acarició la mejilla y percibió el granito en el medio de ella. Tocó su ropa. Y
volvió a respirar profundamente. Con el mentón bien arriba salió del baño.
Corría junio, el
último mes de liceo, cuando la vi. Ya no era la misma, sus movimientos eran
rígidos, su andar mecánico y su mirar apagado. Estaba rodeada de chicos que
parecían morir por ella. Vestía tan poca ropa que pude apreciar sus costillas.
Las botas que usaba exaltaba aún más sus piernitas flacas y
débiles. Ya no comía, solo tomaba agua. Ya no reía, no apreciaba, no quería.
Camille solo odiaba. Había asesinado su amor por el arte culinario. Cada vez
que tomaba un trago de agua pensaba:
“esto se parece a…”
Y su mente pasaba
de una ensalada, a un plato de pasta, pero su corazón duro como una piedra solo
le permitía hidratarse.
Su entierro fue
unos meses después… Pesaba solo 30 kilos y se amaba aún menos.
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