Aplicación de distractor
Escritores
Creativos Biblioteca Ernesto Herrera
María Cristina Bossio
Cuando éramos niñas,
nos llamaban “Las mellizas”, porque habíamos nacido el mismo día, aunque con
media hora de diferencia. Nos vestían iguales, íbamos al mismo colegio y nos
sentábamos en el mismo banco de clase.
Nuestras tías, como
madres, nos confeccionaban la ropa ellas mismas, nos hacían lindos vestidos
para salir los fines de semana o para ir a los cumpleaños. Todavía recuerdo la
minifalda que usé para ir al Dámaso en la época de preparatorios. ¡Aquella sarga azul interminable!
Más tarde cuando empecé
a trabajar me enfundé en el uniforme que nos daba la firma. Así que el vestirme
se hizo fácil para mí; no tenía que elegir mucho ni hacerme la cabeza de qué
iba la moda. En realidad, no soy una persona consumista. Me compro algo cuando
realmente lo necesito. Tampoco soy una esclava de lo que se usa en el momento.
Ese día me había salido
mal. Había discutido con mi marido, el hijo recientemente divorciado, que vivía
con nosotros ese día no le apetecía hablar y caminaba dentro de casa como si
fuera un zombi.
Entonces, decidí ir de
compras para aliviar la tensión y distraerme un poco. Cuando llegué al centro
comercial había una cantidad de gente que se amontonaba caminando por los
pasillos sin un destino fijo. Además el calor era insoportable. Los equipos de
aire acondicionado no soportaban tanta cantidad de gente. Como ellos caminé y
deambulé un buen rato, tratando de encontrar algo que me llamara la atención. Que
si un vestido entallado, seguro que no me entraría, mis medidas habían
cambiado, ya no eran las mismas de antes, que si un dos piezas, pero para qué
lo quiero ahora si ya no soy más secretaria, chalinas, zapatos con plataforma.
Todo
se movía dentro de mi cabeza como una danza de objetos sin fin. Me sentía
embotada, me senté a ver la gente pasar, siempre es una fuente de inspiración
ver lo que hacen los demás, qué llevan puesto, y para qué, si lo necesitan de
verdad…etc., etc. Los negocios nos hacen ver que tú lo necesitas, por eso está
aquí y cómpralo ya, esa es la consigna.
De pronto, una prenda
me deslumbró. La rodeaba una luz brillante como de mil estrellas que me guiaron
al escaparate. Yo la vi y ella me vio. Elígeme,
no te voy a defraudar, me dijo. Fue la gran tentación. La sal de la vida,
eso que en algún momento nos apasiona y le da sentido a la jornada. No lo dudé
un instante. Entré a la tienda, me la probé. Me quedaba perfecta. Era mi talle.
Sin pensarlo dos veces abrí la cartera y aboné en efectivo, para no engrosar la
tarjeta de crédito.
Salí contenta con mi prenda
bajo el brazo y volví a casa. Cuando Flavio, mi marido me vio dijo: está lindo lo que te compraste. En cambio
mi hija cuando me la vio puesta me dijo: “Pero mamá, ¿no ves que una ruana es
una prenda de vieja”?
Yo, sin bajar la cabeza
y por primera vez dejé caer sus palabras en saco roto. Como era la hora de la
siesta me quedé sola, me senté en el sillón con mi ruana nuevecita, mi gato en el
regazo y un hermoso libro que había sacado ese día de la Biblioteca Ernesto
Herrera.
Pensé ahora sí puedo esperar a Don
invierno y una sonrisa involuntaria salió de mi boca en agradecimiento a
ese llamado que me hizo la prenda desde el escaparate, exclusivamente para mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario