Escritores Creativos Experimental de Malvín
Las
paredes de la casa estaban llenas de recuerdos. Él mismo los pintó allí con
trazo tembloroso cuando empezó a perder la memoria
Diego Vidal
Santurión
Aquel domingo de otoño,
Lorenzo quiso evocar un rostro conocido de mujer joven y el aroma dulce de la
madreselva en el verano, pero no pudo.
–Otro recuerdo perdido
-lamentó.
Fue entonces que empezó
a escribirlo todo.
Al principio se anotaba
cosas comunes del día a día. En unas libretas de tapas de cartón escribía
direcciones, horarios de medicamentos, actividades pendientes. Con el correr
del tiempo, de anotar horarios y números de ómnibus pasó a escribir nombres y
fechas, o a dibujarse mapitas para recordar el camino de su casa al almacén y
también del almacén a su casa.
Así anduvo con sus
libretas a cuestas durante varios meses. Hasta que una tarde de invierno, bajo
el reflejo pálido de un sol que se escondía, Lorenzo intentó recordar un viaje
a la playa que había hecho con su familia cuando apenas era un chiquilín. Se
trataba de un viaje memorable, del que habían surgido mil y una anécdotas de
esas que se repiten en cada encuentro familiar. Sin embargo, por más que se esforzó,
no pudo recordar con detalle. Tenía presente el viaje y a la mayoría de las
personas que lo acompañaron, pero no retenía nada de lo vivido durante el
mismo. Recordó sí, que antes, cuando evocaba aquel viaje, siempre se
emocionaba. Cosa que ahora, su desmemoria le impedía y por lo cual sintió una profunda tristeza.
Entonces tomó la
decisión de escribir sus recuerdos según le fueran surgiendo, con el claro
propósito de preservarlos. Como con las direcciones y los medicamentos, empezó
haciéndolo en hojas de cuaderno o en las propias libretas de índices
telefónicos que tenía en su casa. Si bien en un principio esta estrategia le
pareció adecuada, pronto se dio cuenta de que era poco práctica y además
bastante desordenada.
Sucedía que los papeles
se perdían o se entreveraban. O a veces, el recuerdo urgía y afloraba
repentinamente y al no tener a mano donde apuntarlo, una vez que conseguía
lápiz y papel, el recuerdo ya había perdido la frescura y la fuerza que lo hacían relevante.
Cierta mañana de una
primavera más fría que de costumbre, Lorenzo despertó perturbado por el
recuerdo de su hermana, la menor, y dispuesto a no dejar escapar ni un ápice de
aquella limpia emoción, tomó el primer marcador que encontró en el camino y lo
transcribió directamente sobre una de las paredes de la casa. A partir de entonces escribir en las paredes
se le hizo costumbre.
Al principio fueron recuerdos sueltos,
desordenados. En una misma habitación tanto podía leerse la alegría de la
primer bicicleta que le dejaron los reyes, como el odio y el miedo que le
provocaba su padre llegando borracho en medio de la noche, los gritos de su
madre, los gritos de su padre, el llanto de su madre, y su propio llanto
ahogado bajo el acolchado en la oscuridad de su cuarto.
Con el tiempo, en todos los cuartos de la casa
se mezclaron los recuerdos de su vida,
rescatados con urgencia a tinta y pincel sobre el voluminoso lienzo de
mampostería.
En todos los cuartos
menos en el estudio. Allí, Lorenzo había retirado con premeditación los
cuadros, las bibliotecas y las estanterías, mientras que los adornos y los
libros yacían desparramados en el piso. Es que a las paredes de aquella
habitación las había reservado para las mentiras, o por lo menos, para las historias de
dudosa veracidad e imposible constatación.
Lo cierto es que en las paredes del estudio
Lorenzo escribió los recuerdos de sus vivencias ya no como realmente habían
sido, sino como a él le hubiese gustado que fueran; o más bien, como se
imaginaba que a los demás le despertaría mayor admiración y respeto.
Así, mientras que los recuerdos de la cocina o
el dormitorio eran crueles o alegres añoranzas de risas, humillaciones, dolores
o muertes, tan diversos como sinceros, surgidos del repentino revivir de una
situación a fuerza de una memoria cansada y maltrecha, pero visceralmente
cierta. Lo que se contaba en las paredes del estudio, eran historias destacadas
de sucesos siempre poco comunes que lo tenían a él como protagonista. Eran, en síntesis, versiones mejoradas o exageradas, cuando no, puros inventos.
Es que a diferencia de lo que sucedía en el
resto de las habitaciones de la casa, nunca un recuerdo pasaba directamente de
la primera añoranza a las paredes del estudio. Antes de eso Lorenzo lo asentaba
en un borrador que era a su vez corregido y vuelto a corregir. Una vez que la
historia quedaba redonda, cuando ya la había leído y releído una y mil veces,
recién entonces pasaba a engalanar las paredes del estudio, con trazo ágil pero
seguro.
Allí, claro está, se describían mayormente sus
victorias. Así, sobre la pared que daba
a la avenida, podía uno asistir con detalles de novela erótica a la noche en la
que salió con las hermanitas Piñeyro, Laura y Sofía. Dos lindas chicas que de
haberse fusionado hubiesen conseguido una belleza de voluptuosidad inigualable.
Pues él de alguna forma lo había logrado, lo de la fusión, saliendo y
acostándose con las dos a la vez.
Sobre la pared opuesta, en un plano más naif
pero no menos épico, podía leerse el relato de un gol que le había hecho al Sol
de Mayo en el partido final jugando para el Cielo Azul, en uno de los últimos
campeonatos del barrio. Por supuesto que el partido terminó uno a cero y aquel
zurdazo de afuera del área, que atravesó una maraña interminable de piernas y
fue a meterse en el único lugar en el que podía para evitar la notable estirada
del golero del Sol de mayo, valió la copa del 68 y la impagable alegría de toda
la manzana que otra vez salió victoriosa.
Sin embargo, Lorenzo no tardó en darse cuenta
de que la memoria de la casa también era finita. El problema surgió cuando los
espacios para escribir se volvieron cada vez más escasos obligándolo a hacer la
letra cada vez más pequeña. Ésto le resultó de una incomodidad insoportable. No
solo por la dificultad que le implicaba lograr el trazo breve con brochas
deshilachadas, sino además porque se le hacía muy difícil leer lo que escribía,
y si no podía leerlo no podía rememorarlo.
Llegó un momento en el que la necesidad de
espacio fue tan apremiante que la síntesis llegó a extremos casi obscenos. Sobre
el zócalo de la cocina, por ejemplo, podía leerse: "15/09/1986 – Sepelio
de mamá. Ni una magnolia, sólo cláveles y dos primos." O contra el marco
de una de las puertas del pasillo: "Verano de 1978 – Tus ojos negros y
ajenos, otra vez y para siempre..."
Otro inconveniente surgió cuando las visitas,
pocas pero existentes, empezaron a reconocerse en algunas de las historias
rememoradas. El primo Miguel por ejemplo, se enteró al bajar la tapa del váter,
de que su hermana era la co-protagonista de una serie de relatos de iniciación
sexual, que en las paredes de aquel recinto se narraban con lujo de detalles. O
el caso de su propio hermano, que al colgar el abrigo en el perchero de la sala
supo que desde que se había negado a pasar aquella navidad en la nueva casa de
Lorenzo, éste lo consideraba un negro resentido y un cornudo consciente y
meritorio.
Así las cosas, la falta de espacio, la mezcla
de recuerdos, y los enojos de parientes y allegados, hicieron que Lorenzo se
planteara una nueva revisión, corrección y reestructura de su memoria, y por
ende también de sus recuerdos.
Por supuesto que la
primera medida tomada fue no recibir nuevas visitas. Pero además, y luego de
meditarlo un buen tiempo, Lorenzo se compró un cuaderno, seleccionó las
historias que consideró de mayor importancia y las pasó en limpió. Inventó
otras que creyó oportuno agregar; las corrigió, las ordenó y le asignó a cada
una un lugar en las paredes de la casa. Blanqueó todo con cal y transcribió con
esmero los recuerdos ordenados, uno a uno, en el lugar previamente otorgado.
Al mes, mes y medio, cuando el verano ya
alargaba los días, el trabajo estuvo terminado. Las paredes de la casa contaban
la historia de sus sesenta y dos años de vida. Su historia. Era la forma en la
que quería recordar y ser recordado. Su vida retocada y corregida. Sus
recuerdos poblando las paredes de la casa para revivirlos cuando le diera gana…
Todas las habitaciones
de la casa contaban ya lo que él quería. No había lugar para más en las paredes
y aunque se negara a aceptarlo, tampoco había lugar en su memoria.
Lorenzo nunca más
volvió a tocar sus recuerdos. No agregó, ni quitó nada. Sin embargo, se pasaba
el día entero sentado en el enorme sillón del living, buceando en las
profundidades de una memoria oscura y vacía. Sin saber con precisión lo que
buscaba, intuía sí que algo se le perdía.
Cuando anochecía,
encendía las lámparas de la casa y recorría sus habitaciones en busca de ese
pedazo de recuerdo que se le iba: el viento salado y fétido llegando desde la
costa, el aroma tibio de un tazón de leche en la cocina de la abuela, una
enredadera color aceituna devorando la casona abandonada, el roce cálido en su
antebrazo erizado y el vértigo bajándole hasta el ombligo, la frente enorme y
helada de su padre, aquel violento rostro moreno explotando en la exuberancia
de unos labios carmesí...
Una y mil veces leyó y
releyó una por una todas las habitaciones. Pero sea lo que fuere que buscara,
aquello que tanto anhelaba retener ya no
se encontraba plasmado en las paredes de la casa. Inútilmente había intentado
resguardarlo entre los muros de su hogar.
Entonces, la consciencia de haberlo perdido
todo le resultó insoportable. De nada sirvieron las historias descritas con
maestría pero sustancialmente falsas que adornaban los muros. De ellas no podía
sacar más que razones para deslumbrar a las visitas, y hacía años que la casa a
nadie recibía.
Comprendió entonces que el fuego era la única
salida. Derramó queroseno por todo el lugar, hizo una pila con su ropa, las
fotos y los documentos que aún guardaba. Abrió las hornallas de la cocina,
trepó hasta la ventana y dio un salto para caer en el patio trasero. Encendió
un fósforo y enseguida toda la caja. La lanzó por la ventana hacia adentro y de
inmediato surgió el resplandor. La explosión la escuchó llegando a la reja del
fondo; no se dio vuelta.
A sus espaldas los recuerdos eran devorados por el
fuego pero él hacía rato que era un hombre sin memoria, sin testigos y, a
partir de aquella noche, sin un lugar fijo a donde ir.