Escritores
Creativos Experimental de Malvín
Diego Fernández
La casa tenía, al
frente, una reja caída, oxidada, un portón enclenque que el viento hacía
chirriar. La fachada era musgosa, antigua, con dos jarrones de mampostería
acribillados por el tiempo y era, a la vez, perpetuamente triste y otoñal.
Ella, que buscaba
conmigo por esos prados del olvido, casas abandonadas donde hacer el amor como
si fuéramos un par de estudiantes de bolsillos flacos. Era rubia y de pocas
palabras. Yo perseguía su sexo como a la más vaporosa flor de las praderas, contenía
algo acechante y violento antes de estar con ella a solas. Teníamos que hacer
el amor. Las miradas hablaban de esa urgencia entonces superior al hombre. Era factible
descargar nuestras ansias en esa casa decadente y vacía. Tirados en cualquier
rincón, vestidos para evitar el abrazo de la humedad y el frío de años que
estaba metido en ese interior manchado.
-No
hay nadie en ningún de los cuartos, le dije. Todos están vacíos.
Entonces tiré mi
campera al suelo y ella se acostó solícitamente. Nos besamos como dudando que
existiera otra vez, sus gemidos subían, vagaban por aquel vacío mientras yo me
deleitaba con su perfume corporal. Ella me decía que no me fuera nunca cuando
la tuve y yo le decía que sí, que me quedaba. Todo lo que quisiera oír se lo
decía aunque era evidente que muy pronto me tendría que ir. De manera que mentí
hasta el éxtasis, hasta que volvió el olor a humedad, ese tedio posterior a los
coitos perdidos y fugaces.
No hubo tiempo para el
reproche conocido cuando empezaron a cantar las goteras y yo creí ver una
sombra contra la luz aguachenta de la ventana con las persianas podridas. La silueta
que había imaginado llegó por fin. Allí estaba, contemplándonos, dentro de la
sucia luz del atardecer lluvioso que croaba lejos, para dar ese aullido atroz
que derrumbaría aquel techo a dos aguas que ya no vacilaría entre caer y
quedarse un poco más.
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