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domingo, 11 de octubre de 2015

UN PLATO LLENO DE CONEJOS FELICES ('?)

Escritores Creativos Experimental de Malvín
Ruth Paseyro
El DISPARADOR: abro un baúl de recuerdos y saco un objeto
  

Muchas cosas son inexplicables. O no. Tan solo requieren que les  dediquemos algunos momentos a lo largo de nuestra vida. Volviendo la cabeza atrás: el camino. Si. Sendas limpias, nubes  de azúcar rosa, blanca, verde, charcos espejando el cielo, montañas de estopa impenetrable. Mano estrujando el corazón hasta hacerlo sangrar-llorar o dedos que cosquillean  la seda del alma y hacen estallar el pimpollo de la risa.

Aquel comedor con su inmensidad nos apretaba a todos. Los muebles de caoba nos acartonaban. El inmenso espejo, colocado justo en la pared frente a la que me sentaba era la boca de un inmenso dragón. El mantel,  torrente de lágrimas,  cubría la mesa y tapaba las patas con cabezotas de leones esculpidas   que amenazaban las piernas de los comensales. Desde el techo plañía la gran araña de caireles.

Allí estaba yo y mis cinco años. Mirando fijo el plato de sopa. El plato salvador. El que día a día era llenado con parsimonia por Sonia, la mucama,   extrayendo de la gran sopera la escudilla rebosante  y  colmada de ilusión porque era precisamente en ese instante que yo comenzaba a soñar-vivir. Estaba sola en esa gran mesa que una hora después recibiría al resto de la familia para almorzar. Los niños comen primero para no molestar. Y los niños se van ejercitando en su tarea de mayores utilizando el mismo escenario.

No miraba cuando el plato de sopa se iba llenando y ahogaba a la familia de conejos. Rápida y diligente mi  manita empuñaba la cuchara y apuraba el líquido opaco que los cubría. Emergían de a uno y  mi corazón comenzaba a latir. Todos a la vista, conformaban una familia de conejo que vestidos cual personas se encontraban sentados a la mesa. Mamá coneja les serviría y sus hijos sonrientes la observaban. 

Yo permanecía extasiada contemplándolos y soñando sus vidas que no terminaban allí.
Cuando Sonia venía trayendo el segundo plato sabía que no podía llevarse el plato de los conejos  hasta que yo me levantara de la mesa. Era una excepción a las reglas que había logrado frente a mis padres.

Terminada la liturgia mis ojos se  despedían del gong que ocupaba el centro de la mesa y que llamaría a la familia a la hora del almuerzo. Seguía a Sonia hasta la cocina y esperaba que depositara la vajilla en el fregadero. Quedaba dando vueltas por allí hasta que la ausencia de gente en el lugar nos viniera a rescatar. 

Entonces tomaba el plato de los conejos y escapaba al jardín. Buscaba un lugar adecuado. Asentaba el plato en el suelo y con esa pequeña señal ellos salían y se tiraban al césped a retozar. Corrían, reían, hacían travesuras y yo disfrutaba. Todo eso en el tiempo que le lleva a una flecha el recorrido para dar en el blanco. No obstante el tiempo de ellos no era mi tiempo. Duraba mucho más. En los sueños el tiempo es otro, eso lo aprendería  mucho después.
Viéndolos cansados me levantaba, golpeaba con una cuchara el borde del plato y ellos acudían en tropel  para  zambullirse en él. Inmediatamente ocupaban los lugares en que la porcelana los había congelado.
Me apresuraba  para dejar el plato en el fregadero.  Mientras caminaba rumbo a la cocina contemplaba aquella casona. Con sus paredes presas por la enredadera. Destilando tiempo. Apretando vidas. Destrozando almas. Formateando existencias.
Cierro el trinchante y me lo llevo como trofeo de ese segmento de vida  que solo él es capaz de entender. 

De un plumazo fui y vine a mi niñez. Así de rápidos son los recuerdos y así de fácil un objeto es capaz de hacernos viajar en la “máquina del tiempo”.




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