Escritores Creativos Experimental de Malvín
Ruth Paseyro
El DISPARADOR: abro un
baúl de recuerdos y saco un objeto
Muchas cosas son
inexplicables. O no. Tan solo requieren que les dediquemos algunos momentos a lo largo de
nuestra vida. Volviendo la cabeza atrás: el camino. Si. Sendas limpias, nubes de azúcar rosa, blanca, verde, charcos
espejando el cielo, montañas de estopa impenetrable. Mano estrujando el corazón
hasta hacerlo sangrar-llorar o dedos que cosquillean la seda del alma y hacen estallar el pimpollo
de la risa.
Aquel comedor con su
inmensidad nos apretaba a todos. Los muebles de caoba nos acartonaban. El inmenso
espejo, colocado justo en la pared frente a la que me sentaba era la boca de un
inmenso dragón. El mantel, torrente de
lágrimas, cubría la mesa y tapaba las patas
con cabezotas de leones esculpidas que
amenazaban las piernas de los comensales. Desde el techo plañía la gran araña
de caireles.
Allí estaba yo y mis cinco
años. Mirando fijo el plato de sopa. El plato salvador. El que día a día era
llenado con parsimonia por Sonia, la mucama,
extrayendo de la gran sopera la
escudilla rebosante y colmada de ilusión porque era precisamente en
ese instante que yo comenzaba a soñar-vivir. Estaba sola en esa gran mesa que
una hora después recibiría al resto de la familia para almorzar. Los niños comen primero para no molestar.
Y los niños se van ejercitando en
su tarea de mayores utilizando el mismo
escenario.
No miraba cuando el
plato de sopa se iba llenando y ahogaba a la familia de conejos. Rápida y
diligente mi manita empuñaba la cuchara
y apuraba el líquido opaco que los cubría. Emergían de a uno y mi corazón comenzaba a latir. Todos a la
vista, conformaban una familia de conejo que vestidos cual personas se
encontraban sentados a la mesa. Mamá coneja les serviría y sus hijos sonrientes
la observaban.
Yo permanecía extasiada contemplándolos y soñando sus vidas que
no terminaban allí.
Cuando Sonia venía
trayendo el segundo plato sabía que no podía llevarse el plato de los conejos hasta que yo me levantara de la mesa. Era una
excepción a las reglas que había logrado frente a mis padres.
Terminada la liturgia
mis ojos se despedían del gong que
ocupaba el centro de la mesa y que llamaría a la familia a la hora del
almuerzo. Seguía a Sonia hasta la cocina y esperaba que depositara la vajilla
en el fregadero. Quedaba dando vueltas por allí hasta que la ausencia de gente
en el lugar nos viniera a rescatar.
Entonces tomaba el plato de los conejos y
escapaba al jardín. Buscaba un lugar adecuado. Asentaba el plato en el suelo y
con esa pequeña señal ellos salían y se tiraban al césped a retozar. Corrían,
reían, hacían travesuras y yo disfrutaba. Todo eso en el tiempo que le lleva a
una flecha el recorrido para dar en el blanco. No obstante el tiempo de ellos
no era mi tiempo. Duraba mucho más. En los sueños el tiempo es otro, eso lo
aprendería mucho después.
Viéndolos cansados me
levantaba, golpeaba con una cuchara el borde del plato y ellos acudían en
tropel para zambullirse en él. Inmediatamente ocupaban los
lugares en que la porcelana los había congelado.
Me apresuraba para dejar el plato en el fregadero. Mientras caminaba rumbo a la cocina
contemplaba aquella casona. Con sus paredes presas por la enredadera.
Destilando tiempo. Apretando vidas. Destrozando almas. Formateando existencias.
Cierro el trinchante y
me lo llevo como trofeo de ese segmento de vida
que solo él es capaz de entender.
De un plumazo fui y vine a mi niñez.
Así de rápidos son los recuerdos y así de fácil un objeto es capaz de hacernos
viajar en la “máquina del tiempo”.
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