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jueves, 15 de octubre de 2015

EL LOCO PAREDES

Escritores Creativos Experimental de Malvín

Las paredes de la casa estaban llenas de recuerdos. Él mismo los pintó allí con trazo tembloroso cuando empezó a perder la memoria


Diego Vidal Santurión

Aquel domingo de otoño, Lorenzo quiso evocar un rostro conocido de mujer joven y el aroma dulce de la madreselva en el verano, pero no pudo.
–Otro recuerdo perdido -lamentó.

Fue entonces que empezó a escribirlo todo.

Al principio se anotaba cosas comunes del día a día. En unas libretas de tapas de cartón escribía direcciones, horarios de medicamentos, actividades pendientes. Con el correr del tiempo, de anotar horarios y números de ómnibus pasó a escribir nombres y fechas, o a dibujarse mapitas para recordar el camino de su casa al almacén y también del almacén a su casa.
Así anduvo con sus libretas a cuestas durante varios meses. Hasta que una tarde de invierno, bajo el reflejo pálido de un sol que se escondía, Lorenzo intentó recordar un viaje a la playa que había hecho con su familia cuando apenas era un chiquilín. Se trataba de un viaje memorable, del que habían surgido mil y una anécdotas de esas que se repiten en cada encuentro familiar. Sin embargo, por más que se esforzó, no pudo recordar con detalle. Tenía presente el viaje y a la mayoría de las personas que lo acompañaron, pero no retenía nada de lo vivido durante el mismo. Recordó sí, que antes, cuando evocaba aquel viaje, siempre se emocionaba. Cosa que ahora, su desmemoria le impedía y  por lo cual sintió una profunda tristeza.

Entonces tomó la decisión de escribir sus recuerdos según le fueran surgiendo, con el claro propósito de preservarlos. Como con las direcciones y los medicamentos, empezó haciéndolo en hojas de cuaderno o en las propias libretas de índices telefónicos que tenía en su casa. Si bien en un principio esta estrategia le pareció adecuada, pronto se dio cuenta de que era poco práctica y además bastante desordenada.

Sucedía que los papeles se perdían o se entreveraban. O a veces, el recuerdo urgía y afloraba repentinamente y al no tener a mano donde apuntarlo, una vez que conseguía lápiz y papel, el recuerdo ya había perdido la frescura y  la fuerza que lo hacían relevante.
Cierta mañana de una primavera más fría que de costumbre, Lorenzo despertó perturbado por el recuerdo de su hermana, la menor, y dispuesto a no dejar escapar ni un ápice de aquella limpia emoción, tomó el primer marcador que encontró en el camino y lo transcribió directamente sobre una de las paredes de la casa.  A partir de entonces escribir en las paredes se le hizo costumbre.

 Al principio fueron recuerdos sueltos, desordenados. En una misma habitación tanto podía leerse la alegría de la primer bicicleta que le dejaron los reyes, como el odio y el miedo que le provocaba su padre llegando borracho en medio de la noche, los gritos de su madre, los gritos de su padre, el llanto de su madre, y su propio llanto ahogado bajo el acolchado en la oscuridad de su cuarto.

 Con el tiempo, en todos los cuartos de la casa se mezclaron los recuerdos de su vida,  rescatados con urgencia a tinta y pincel sobre el voluminoso lienzo de mampostería.
En todos los cuartos menos en el estudio. Allí, Lorenzo había retirado con premeditación los cuadros, las bibliotecas y las estanterías, mientras que los adornos y los libros yacían desparramados en el piso. Es que a las paredes de aquella habitación las había reservado para las mentiras, o por lo menos, para las historias de dudosa  veracidad e imposible constatación.
 Lo cierto es que en las paredes del estudio Lorenzo escribió los recuerdos de sus vivencias ya no como realmente habían sido, sino como a él le hubiese gustado que fueran; o más bien, como se imaginaba que a los demás le despertaría mayor admiración y respeto.
 Así, mientras que los recuerdos de la cocina o el dormitorio eran crueles o alegres añoranzas de risas, humillaciones, dolores o muertes, tan diversos como sinceros, surgidos del repentino revivir de una situación a fuerza de una memoria cansada y maltrecha, pero visceralmente cierta. Lo que se contaba en las paredes del estudio, eran historias destacadas de sucesos siempre poco comunes que lo tenían a él como protagonista. Eran, en síntesis, versiones mejoradas o exageradas, cuando no, puros inventos.

 Es que a diferencia de lo que sucedía en el resto de las habitaciones de la casa, nunca un recuerdo pasaba directamente de la primera añoranza a las paredes del estudio. Antes de eso Lorenzo lo asentaba en un borrador que era a su vez corregido y vuelto a corregir. Una vez que la historia quedaba redonda, cuando ya la había leído y releído una y mil veces, recién entonces pasaba a engalanar las paredes del estudio, con trazo ágil pero seguro.

 Allí, claro está, se describían mayormente sus victorias.  Así, sobre la pared que daba a la avenida, podía uno asistir con detalles de novela erótica a la noche en la que salió con las hermanitas Piñeyro, Laura y Sofía. Dos lindas chicas que de haberse fusionado hubiesen conseguido una belleza de voluptuosidad inigualable. Pues él de alguna forma lo había logrado, lo de la fusión, saliendo y acostándose con las dos a la vez.
 Sobre la pared opuesta, en un plano más naif pero no menos épico, podía leerse el relato de un gol que le había hecho al Sol de Mayo en el partido final jugando para el Cielo Azul, en uno de los últimos campeonatos del barrio. Por supuesto que el partido terminó uno a cero y aquel zurdazo de afuera del área, que atravesó una maraña interminable de piernas y fue a meterse en el único lugar en el que podía para evitar la notable estirada del golero del Sol de mayo, valió la copa del 68 y la impagable alegría de toda la manzana que otra vez salió victoriosa.

 Sin embargo, Lorenzo no tardó en darse cuenta de que la memoria de la casa también era finita. El problema surgió cuando los espacios para escribir se volvieron cada vez más escasos obligándolo a hacer la letra cada vez más pequeña. Ésto le resultó de una incomodidad insoportable. No solo por la dificultad que le implicaba lograr el trazo breve con brochas deshilachadas, sino además porque se le hacía muy difícil leer lo que escribía, y si no podía leerlo no podía rememorarlo.

 Llegó un momento en el que la necesidad de espacio fue tan apremiante que la síntesis llegó a extremos casi obscenos. Sobre el zócalo de la cocina, por ejemplo, podía leerse: "15/09/1986 – Sepelio de mamá. Ni una magnolia, sólo cláveles y dos primos." O contra el marco de una de las puertas del pasillo: "Verano de 1978 – Tus ojos negros y ajenos, otra vez y para siempre..."

 Otro inconveniente surgió cuando las visitas, pocas pero existentes, empezaron a reconocerse en algunas de las historias rememoradas. El primo Miguel por ejemplo, se enteró al bajar la tapa del váter, de que su hermana era la co-protagonista de una serie de relatos de iniciación sexual, que en las paredes de aquel recinto se narraban con lujo de detalles. O el caso de su propio hermano, que al colgar el abrigo en el perchero de la sala supo que desde que se había negado a pasar aquella navidad en la nueva casa de Lorenzo, éste lo consideraba un negro resentido y un cornudo consciente y meritorio.
 Así las cosas, la falta de espacio, la mezcla de recuerdos, y los enojos de parientes y allegados, hicieron que Lorenzo se planteara una nueva revisión, corrección y reestructura de su memoria, y por ende también de sus recuerdos.

Por supuesto que la primera medida tomada fue no recibir nuevas visitas. Pero además, y luego de meditarlo un buen tiempo, Lorenzo se compró un cuaderno, seleccionó las historias que consideró de mayor importancia y las pasó en limpió. Inventó otras que creyó oportuno agregar; las corrigió, las ordenó y le asignó a cada una un lugar en las paredes de la casa. Blanqueó todo con cal y transcribió con esmero los recuerdos ordenados, uno a uno, en el lugar previamente otorgado.
 Al mes, mes y medio, cuando el verano ya alargaba los días, el trabajo estuvo terminado. Las paredes de la casa contaban la historia de sus sesenta y dos años de vida. Su historia. Era la forma en la que quería recordar y ser recordado. Su vida retocada y corregida. Sus recuerdos poblando las paredes de la casa para revivirlos cuando le diera gana…

Todas las habitaciones de la casa contaban ya lo que él quería. No había lugar para más en las paredes y aunque se negara a aceptarlo, tampoco había lugar en su memoria.
Lorenzo nunca más volvió a tocar sus recuerdos. No agregó, ni quitó nada. Sin embargo, se pasaba el día entero sentado en el enorme sillón del living, buceando en las profundidades de una memoria oscura y vacía. Sin saber con precisión lo que buscaba, intuía sí que algo se le perdía.

Cuando anochecía, encendía las lámparas de la casa y recorría sus habitaciones en busca de ese pedazo de recuerdo que se le iba: el viento salado y fétido llegando desde la costa, el aroma tibio de un tazón de leche en la cocina de la abuela, una enredadera color aceituna devorando la casona abandonada, el roce cálido en su antebrazo erizado y el vértigo bajándole hasta el ombligo, la frente enorme y helada de su padre, aquel violento rostro moreno explotando en la exuberancia de unos labios carmesí...
Una y mil veces leyó y releyó una por una todas las habitaciones. Pero sea lo que fuere que buscara, aquello que tanto  anhelaba retener ya no se encontraba plasmado en las paredes de la casa. Inútilmente había intentado resguardarlo entre los muros de su hogar.
 Entonces, la consciencia de haberlo perdido todo le resultó insoportable. De nada sirvieron las historias descritas con maestría pero sustancialmente falsas que adornaban los muros. De ellas no podía sacar más que razones para deslumbrar a las visitas, y hacía años que la casa a nadie recibía.

 Comprendió entonces que el fuego era la única salida. Derramó queroseno por todo el lugar, hizo una pila con su ropa, las fotos y los documentos que aún guardaba. Abrió las hornallas de la cocina, trepó hasta la ventana y dio un salto para caer en el patio trasero. Encendió un fósforo y enseguida toda la caja. La lanzó por la ventana hacia adentro y de inmediato surgió el resplandor. La explosión la escuchó llegando a la reja del fondo; no se dio vuelta. 

A sus espaldas los recuerdos eran devorados por el fuego pero él hacía rato que era un hombre sin memoria, sin testigos y, a partir de aquella noche, sin un lugar fijo a donde ir.

1 comentario:

  1. Relato, interesante, siendo una ficción, muchas personas se pueden sentir reconocidas en ese mundo en el cual se van perdiendo los recuerdos y a la vez nos perdemos nosotros mismos. Gracias por compartilo

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