Responsable: Mónica Marchesky

Seguidores

viernes, 18 de septiembre de 2015

BATANGA O LA FÁBRICA DE NUBES

Escritores Creativos Experimental de Malvin

Disparador  recuerda la historia de Caperucita Roja paso a paso. En el momento que escojas continúa la historia con acciones diferentes a las conocidas

 Ruth Paseyro

 Antes de visitar a su abuela Olivia decidió ir a la plaza para ver a Meir. Mientras corría cuidaba de que su canasta no se volcara. Los dulces que contenía debían llegar intactos a destino.
Las casas pasaban raudas mientras, una vez más, el ovillo de la historia de Meir  se desenrollaba como un sueño.
En primavera  las caricias del sol lo traían.

Cada vez que Meir aparecía en la plaza, los plátanos hacían explotar sus yemas: las tiernas hojas se asomaban a mirarlo y le prometían protección. Como yuyo en tierra pródiga, Meir aparecía de un sol para otro, en la esquina norte. El cilindro giratorio celeste y decorado con nubes era estacionado al pie del plátano más viejo. Allí, haciendo girar un vástago de madera dentro de aquel tabor que nunca se mareaba, fabricaba sus nubes y ovillaba los hilos de azúcar coloridos como sueños,  leves como ángeles y pegajosos como la envidia.

En primavera  y  en verano, los árboles se transformaban en manos de dedos gigantes que parecían invitar a los niños a que hundieran sus bocas en aquel algodón muy dulce y saborearan una historia fantástica.
Débora era la que pintaba y colocaba sobre el tinglado el cartel que decía: Se venden nubes. Ella, a diferencia de su esposo, había conservado la cordura después de aquella noche de la primavera de 1942, cuando el horror los despertó mientras todavía estaban entre dos sueños. Sus hijos ─David, Sara y Rachel─ desaparecieron tragados por la escalera y empujados  por las bayonetas de unas sombras uniformadas. Después de la requisa de la casa ellos fueron metidos junto con los otros vecinos en un camión que los desembarcó en un infierno sin llamas.

  Meir perdió para siempre el sentido de la realidad, y un día decidió preñar a las nubes que pasaban por la ventana del barracón con mensajes soñados para sus hijos. Muchas hambres los mordieron y muchos miedos los apuñalaron, pero David, Sara y Rachel quedaron cristalizados en sus tres, cinco y seis años.
Apenas alboreaba la primavera Meir se instalaba en la esquina acariciada por los plátanos. Al ver  llegar a cada cliente elegía el color de la nube que le iba a vender y la historia que la acompañaría. Después embarazaba el tacho giratorio con el azúcar y lo ayudaba a parir una nueva ilusión.
Los niños miraban pacientes a aquel viejo de larga barba gris que movía sus labios mudos. De vez en cuando, la indiscreta tela de la camisa le dejaba al descubierto los números escarbados en la piel del brazo izquierdo.

El nacimiento de aquellas golosinas que solamente podían descifrarse con lengüetazos-mordiscos era la batanga que le permitía al viejo navegar la vida contactado con sus hijos. Débora lo aceptaba. Cuando comenzaran los primeros vientos fríos del otoño lo acompañaría a Eilat, donde pasarían otra primavera-verano fabricando nubes.
Cascada detenida por la roca Olivia desembocó en la plaza y no lo vio.  Repuesta del aturdimiento enfiló hacia el guardián que embalsamado en su traje gris la sorprendió con su mirada.

-Una tarde del último verano  los clientes fueron muchos y por   primera vez a Meir  se le vio fatigado. Cerró los ojos, se recostó sobre el añoso tronco del  plátano y entonces apareció una nube gorda y densa, llena de cenizas, que lo envolvió y se lo llevó  -dijo el hombre,  mientras el rostro de Olivia era arrasado por dos lágrimas azules.



No hay comentarios:

Publicar un comentario