Escritores Creativos Experimental de Malvin
Disparador recuerda la historia de Caperucita Roja paso
a paso. En el momento que escojas continúa la historia con acciones diferentes
a las conocidas
Ruth Paseyro
Antes de
visitar a su abuela Olivia decidió ir a la plaza para ver a Meir. Mientras
corría cuidaba de que su canasta no se volcara. Los dulces que contenía debían
llegar intactos a destino.
Las casas pasaban raudas mientras, una vez
más, el ovillo de la historia de Meir se
desenrollaba como un sueño.
En
primavera las caricias del sol lo traían.
Cada vez que Meir aparecía en la plaza, los
plátanos hacían explotar sus yemas: las tiernas hojas se asomaban a mirarlo y
le prometían protección. Como yuyo en tierra pródiga, Meir aparecía de un sol
para otro, en la esquina norte. El cilindro giratorio celeste y decorado con
nubes era estacionado al pie del plátano más viejo. Allí, haciendo girar un
vástago de madera dentro de aquel tabor que nunca se mareaba, fabricaba sus
nubes y ovillaba los hilos de azúcar coloridos como sueños, leves como ángeles y pegajosos como la
envidia.
En
primavera y en verano, los árboles se transformaban en
manos de dedos gigantes que parecían invitar a los niños a que hundieran sus bocas
en aquel algodón muy dulce y saborearan una historia fantástica.
Débora era
la que pintaba y colocaba sobre el tinglado el cartel que decía: Se venden nubes. Ella, a diferencia de
su esposo, había conservado la cordura después de aquella noche de la primavera
de 1942, cuando el horror los despertó mientras todavía estaban entre dos
sueños. Sus hijos ─David, Sara y Rachel─ desaparecieron tragados por la escalera
y empujados por las bayonetas de unas
sombras uniformadas. Después de la requisa de la casa ellos fueron metidos
junto con los otros vecinos en un camión que los desembarcó en un infierno sin
llamas.
Meir
perdió para siempre el sentido de la realidad, y un día decidió preñar a las
nubes que pasaban por la ventana del barracón con mensajes soñados para sus
hijos. Muchas hambres los mordieron y muchos miedos los apuñalaron, pero David,
Sara y Rachel quedaron cristalizados en sus tres, cinco y seis años.
Apenas
alboreaba la primavera Meir se instalaba en la esquina acariciada por los
plátanos. Al ver llegar a cada cliente
elegía el color de la nube que le iba a vender y la historia que la
acompañaría. Después embarazaba el tacho giratorio con el azúcar y lo ayudaba a
parir una nueva ilusión.
Los niños
miraban pacientes a aquel viejo de larga barba gris que movía sus labios mudos.
De vez en cuando, la indiscreta tela de la camisa le dejaba al descubierto los
números escarbados en la piel del brazo izquierdo.
El
nacimiento de aquellas golosinas que solamente podían descifrarse con
lengüetazos-mordiscos era la batanga que le permitía al viejo navegar la vida
contactado con sus hijos. Débora lo aceptaba. Cuando comenzaran los primeros
vientos fríos del otoño lo acompañaría a Eilat, donde pasarían otra
primavera-verano fabricando nubes.
Cascada
detenida por la roca Olivia desembocó en la plaza y no lo vio. Repuesta del aturdimiento enfiló hacia el
guardián que embalsamado en su traje gris la sorprendió con su mirada.
-Una
tarde del último verano los clientes
fueron muchos y por primera vez a Meir se le vio fatigado. Cerró los ojos, se recostó
sobre el añoso tronco del plátano y
entonces apareció una nube gorda y densa, llena de cenizas, que lo envolvió y
se lo llevó -dijo el hombre, mientras
el rostro de Olivia era arrasado por dos lágrimas azules.
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