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viernes, 25 de septiembre de 2015

EPÍGRAFE

Desperté a media mañana. El día estaba nublado y ventoso. Bebí café y comprobé que el dinero estuviera en su escondite.
"El elogio de la nieve". Hugo Burel.

María Cristina Bosio

La Sra. Vonhaus se despertó temprano, como lo hacía todos los días. Primero puso su pie derecho en el suelo, para recordar que debía escribir aunque fuera una línea en su diario.
La rutina que ella seguía era siempre la misma: bañarse, vestirse, tomar una tacita de café recién hecho y salir a hacer la compra.
La ciudad en la que vivía era limpia, limpísima, no se veía un solo papel en el suelo, tampoco había árboles que ensuciaran las veredas con sus hojas caducas y los contenedores de basura estaban bajo tierra, de manera que con un botón se abría la tapa y la basura desaparecía.
La gente de la ciudad era pulcra, amable y respetuosa del espacio urbano tanto como del personal.
Desde hacía unos días, en la puerta del supermercado al que concurre habitualmente, se veía un muchachote de tez oscura, cabellos enrulados y negros, alborotados. Sonriente. Con una sonrisa abarcadora. No pedía limosna, sólo observaba a quién pasaba por ahí. Derrochaba alegría y vitalidad. Hoy sólo tengo ésta moneda -Se dijo- mañana, Dios dirá.
Entró al supermercado, y sonriendo a la empleada compró una manzana y un pan chico.
La Sra. Vonhaus acostumbraba pasear por un parque vecino, ese día se quedó contemplando largamente las variaciones de colores de los arces y abedules que iban tornando del naranja al marrón rojizo. Era otoño y empezaba a hacer frio. El muchacho no podía quedarse quieto, daba unos pasos para aquí y otros para allá, no quería perder el calor de su cuerpo. La ropa era escasa. Su respiración se hacía humo en el aire.
La Sra. Vonhaus sacó una campera que era de su padre y se la llevó. Él se deshizo en agradecimiento, aunque la muralla del idioma los separaba, se entendieron.

El Sr. Enns compraba en el mismo supermercado. Su figura contrahecha no le permitía estar de pie mucho tiempo. Se apoyaba en un bastón para caminar.
Cuando salió del supermercado con la bolsa de la compra, el muchacho se le acercó para ayudarlo.
El Sr.Enns le dejó hacer, aunque a regañadientes.
La Sra.Vonhaus conocía a su tacaño vecino, así que vio cuando le daba sólo unos pocos céntimos de euro como propina. La increpó y le dijo que fuera un poco más generoso.
Así pasaron los días y la Sra. Vonhaus no paraba de pensar qué otra cosa podía hacer para ayudar a aquél muchacho. Se le ocurrió darle albergue en el sótano del edificio donde estaba la caldera de calefacción. Allí le armó un futón y un hornillo para que se hiciera algo de comida. También había un baño pequeño. No lo pensó dos veces e instaló a Jonathan, ese era su nombre, en su nuevo hogar.
El sótano se llenó de olores  y sabores que despertaban los fluidos estomacales. Los chiles, los tomates, las cebollas y los pimientos asados le daban  alegría a Jonathan y le recordaban a su país, tan lejano.
Luego vinieron las tertulias de los sábados, que le servían para aprender algo de aquél idioma tan difícil para él.
Sin embargo  la felicidad pasó pronto. El siniestro Sr. Enns amenazó a la Sra. Vonhaus con denunciarla a la Oficina de Migraciones por darle albergue a un indocumentado, cosa que estaba penado con prisión.

Unos días después no se vio más a Jonathan.

La Sra. Vonhaus sospechó de inmediato del Sr. Enns y se dirigió a las oficinas del aeropuerto para recabar información. Efectivamente le dijeron que lo habían deportado y que no lo intentara hacer de nuevo porque iría presa.

Esa noche estuvo pensando y sacó el dinero que tenía en su escondite. Calculó cuánto le costaría un internado para cuando se hiciera más mayor y no pudiera depender de sí misma. Con el resto hizo un giro bancario a México donde Jonathan pudiera empezar una nueva vida.

Se sentó en su sillón favorito, se sirvió un café recién hecho y empezó a escribir en su diario la línea diaria que se había propuesto. Su cara lucía feliz.

 

         

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