Desperté
a media mañana. El día estaba nublado y ventoso. Bebí café y comprobé que el
dinero estuviera en su escondite.
"El
elogio de la nieve". Hugo Burel.
María Cristina Bosio
La Sra. Vonhaus se
despertó temprano, como lo hacía todos los días. Primero puso su pie derecho en
el suelo, para recordar que debía escribir aunque fuera una línea en su
diario.
La rutina que ella
seguía era siempre la misma: bañarse, vestirse, tomar una tacita de café recién
hecho y salir a hacer la compra.
La ciudad en la que
vivía era limpia, limpísima, no se veía un solo papel en el suelo, tampoco
había árboles que ensuciaran las veredas con sus hojas caducas y los
contenedores de basura estaban bajo tierra, de manera que con un botón se abría
la tapa y la basura desaparecía.
La gente de la ciudad
era pulcra, amable y respetuosa del espacio urbano tanto como del personal.
Desde hacía unos días, en
la puerta del supermercado al que concurre habitualmente, se veía un muchachote de
tez oscura, cabellos enrulados y negros, alborotados. Sonriente. Con una
sonrisa abarcadora. No pedía limosna, sólo observaba a quién pasaba por ahí.
Derrochaba alegría y vitalidad. Hoy sólo tengo ésta moneda -Se dijo- mañana,
Dios dirá.
Entró al supermercado,
y sonriendo a la empleada compró una manzana y un pan chico.
La Sra. Vonhaus
acostumbraba pasear por un parque vecino, ese día se quedó contemplando
largamente las variaciones de colores de los arces y abedules que iban tornando
del naranja al marrón rojizo. Era otoño y empezaba a hacer frio. El muchacho no
podía quedarse quieto, daba unos pasos para aquí y otros para allá, no quería
perder el calor de su cuerpo. La ropa era escasa. Su respiración se hacía humo
en el aire.
La Sra. Vonhaus sacó
una campera que era de su padre y se la llevó. Él se deshizo en agradecimiento,
aunque la muralla del idioma los separaba, se entendieron.
El Sr. Enns compraba en
el mismo supermercado. Su figura contrahecha no le permitía estar de pie mucho
tiempo. Se apoyaba en un bastón para caminar.
Cuando salió del
supermercado con la bolsa de la compra, el muchacho se le acercó para ayudarlo.
El Sr.Enns le dejó
hacer, aunque a regañadientes.
La Sra.Vonhaus conocía
a su tacaño vecino, así que vio cuando le daba sólo unos pocos céntimos de euro
como propina. La increpó y le dijo que fuera un poco más generoso.
Así pasaron los días y
la Sra. Vonhaus no paraba de pensar qué otra cosa podía hacer para ayudar a
aquél muchacho. Se le ocurrió darle albergue en el sótano del edificio donde
estaba la caldera de calefacción. Allí le armó un futón y un hornillo para que
se hiciera algo de comida. También había un baño pequeño. No lo pensó dos veces
e instaló a Jonathan, ese era su nombre, en su nuevo hogar.
El sótano se llenó de
olores y sabores que despertaban los fluidos
estomacales. Los chiles, los tomates, las cebollas y los pimientos asados le
daban alegría a Jonathan y le recordaban
a su país, tan lejano.
Luego vinieron las
tertulias de los sábados, que le servían para aprender algo de aquél idioma tan
difícil para él.
Sin embargo la felicidad pasó pronto. El siniestro Sr.
Enns amenazó a la Sra. Vonhaus con denunciarla a la Oficina de Migraciones por
darle albergue a un indocumentado, cosa que estaba penado con prisión.
Unos días después no se
vio más a Jonathan.
La Sra. Vonhaus
sospechó de inmediato del Sr. Enns y se dirigió a las oficinas del aeropuerto
para recabar información. Efectivamente le dijeron que lo habían deportado y
que no lo intentara hacer de nuevo porque iría presa.
Esa noche estuvo pensando
y sacó el dinero que tenía en su escondite. Calculó cuánto le costaría un
internado para cuando se hiciera más
mayor y no pudiera depender de sí misma. Con el resto hizo un giro bancario
a México donde Jonathan pudiera empezar una nueva vida.
Se sentó en su sillón
favorito, se sirvió un café recién hecho y empezó a escribir en su diario la
línea diaria que se había propuesto. Su cara lucía feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario