Escritores Creativos Experimental de Malvín
LA HIEDRA DE LA VERDAD
Ruth Paseyro
Julián miró a Helena y supo que ese era el
momento de hablar. El tacho de cobre resistía los nerviosos embates de la
cuchara de madera que la mujer aprisionaba con sus dedos sarmentosos acunando
un dulce de tomates.
─Veni, sentate que quiero que hablemos ─ la
voz de Julián era la de alguien que acaba de remontar la empinada cuesta de una
decisión.
Helena lo estaqueó con sus ojos y Julián
acusó el dolor. Llevaban diez años de convivir sin palabras pero ceñidos por la
urdimbre de los reproches.
Julián la vio acercarse y su mirada quedó
pegada al delantal que, abandonado por la mujer, lloraba en el respaldo de la silla. La piedad
casi lo hace renunciar a su propósito de contar la verdad, pero el secreto ya
no cabía dentro de su cuerpo.
Le contó que conoció a Ángela y se había
enamorado. Que un sentimiento desconocido lo había penetrado hasta el caracú.
Que Dios le había puesto a Ángela bajo los tilos del los Jardines del Trocadero
para que se encontraran y él supiera que la vida es algo más que respirar. Que
los veinte años de la joven eran solo
una cifra frente a su medio siglo. Que
en cuestión de amor el tiempo es nieve que el sol derrite sobre los pinos
haciéndolos exultar verde.
Todo esto le contó a
Helena, a quien también había amado pero
de otra forma, sin tantas urgencias,
como kayak que navega un manso río. Helena lo miró, después de muchos
años de tropezarse sus cuerpos y sus indiferencias, y vio cielo en sus ojos y vio aves que lo
surcaban y escuchó el ruido de las olas
que cantaban al acostarse en la orilla. Se
levantó de la silla y huyó mientras
Julián, envuelto en una nube,
continuó con su relato.
Cuando
vio pasar a Helena, con una valija en cada mano y dejando una estela de
furia, no le extrañó el portazo que
escuchó y que puso fin a su historia. Esa era la respuesta de Helena.
Al día siguiente unos mamelucos azules, se
llevaron todo lo que había en la casa, con la excepción de lo que estaba en el dormitorio. De las paredes había desaparecido
el invisible capitoneado que las hacía mullidas y que en otros tiempos
trasmutara en calma todo lo que no lo
fuera.
Helena abandonó la casa y tras ella dejó un
desierto. La tormenta de arena escampó sin palabras. Sólo quedaron paredes
adustas y espacios llenos de angustia.
Fue entonces que por primera vez Julián vio asomarse, en el ángulo inferior de
la ventana del dormitorio, una tierna y tímida rama de hiedra. La observó y ella pareció saludarlo
desde su verdebrillante.
Una mañana sintió pasos en la cocina y al
aproximarse pudo ver a Helena que
absorta tomaba apuntes en un block. Julián no avanzó y al escuchar el timbre de
la puerta se quedó donde estaba. Helena
dejó su tarea y pasó junto a él sin verlo. Abrió la puerta y entró su hija. Más
tarde llegó un arquitecto con el que intercambiaron idea sobre la reforma que se haría aprovechando que la
casa estaba vacía. Como un salmón
intentó nadar contra la corriente y gritó que no pensaba irse de la
casa. No hubo respuesta.
Julia salió de la cocina y pasó sobre su
padre sin tropezar con él. Se había transformado en un fantasma.
Volvió a su cuarto y trató de abrir la
ventana. No pudo. La hiedra había avanzado sobre ella.
Cadenciosas pero firmes las evidencias asomaron
la cabeza y no le permitieron seguir
dribleando. La reforma de la casa estaba
casi terminada y por decisión familiar el dormitorio de Julián había quedado fuera de sus límites.
Fue entonces que Helena resolvió que ya se
habían dado el suficiente tiempo de duelo y para confirmar el hecho se
dirigió al que fuera dormitorio
matrimonial durante treinta años. Quiso entrar y no pudo. Desconcertada, miró
la puerta de arriba abajo y junto al piso
vio asomarse una tierna y tímida
rama de hiedra.
Madre
e hija no lograron abrir aquella puerta
que habían cerrado con prejuicios y maledicencias. La derribaron a golpes de hacha.
Al entrar vieron la habitación
cubierta por la intimidante enredadera que, en un abrazo mortal cubría
paredes, piso y muebles.
La cama no era la excepción, sobre ella las ramas evidenciaban su juventud en hojas de
inocente pequeñez que repujaban
la forma de un cuerpo sobre la planicie del colchón.
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